Aromas y secretos

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Ryo despertó torpemente arropado entre las pieles de su cama. No se atrevía a abrir los ojos. Un dolor punzante le atravesaba la cabeza desde las sienes. Tenía el estómago pesado y las extremidades agotadas.
Demasiado vino ¿qué tipo de estupideces se le ocurrieron la noche anterior? Imágenes del lago y lo sucedido bajo la primera nevada del año inundaron su mente. El príncipe, sus amigos y él mismo se habían bañado en las gélidas aguas del lago bajo la primera nevada del invierno.  En algún momento de la noche alguien había tenido la buena idea de introducir las botellas de vino en el lago y se habían emborrachado mientras nadaban. ¿De quién habría sido aquella brillante idea?
Al menos Elias y Yuu ya estaban oficialmente juntos. No podría haberse ido a la capital sin emparejar finalmente a su mejor amigo con aquel chico pelirrojo. Recordar cómo ambos se sonreían y se acercaban la noche anterior, le provocaba un alivio en el pecho que pocas otras cosas podían. Elias siempre se había preocupado por él, como un hermano mayor. Parte de él se sentía culpable frente a la expectativa de dejarle solo tras su viaje a la capital.
Recordó que, en cierto momento de la noche, Kuro se presentó volando y se dejó caer en el lago. La visita de su hermano dragón elevó aún más los ánimos, si eso fuera posible. Kuro calentó el agua para ellos, lo que seguro les libró de un mortal resfriado y avivó la hoguera en la orilla.
Recordó a Dana sentada sobre el lomo de Kuro, bebiendo de una, casi vacía, botella de vino. Como se abrazaba al cuello escamoso de su hermano.  Kuro dejaba salir aire caliente de sus fosas nasales que calentaban a su amiga para que no se muriera de congelamiento.
Siempre habían sido ellos. Dana, Kiyo, Elias, Kuro y él. Los niños que siempre jugaban en el castillo, montando sus propios fuertes y cabañas en el bosque. Metiéndose en líos, se habían acompañado toda la vida. Desde los primeros pasos, los primeros entrenamientos, las primeras prendas que Dana les confeccionó, los primeros vuelos de Kuro.
Pero en unas semanas, todo aquello cambiaría de por vida. Todo por el maldito trato.

Recordó entonces a Solomón, y sus mejillas se ruborizaron mientras fingía estar dormido. No lo soportaba. Su sonrisa egocéntrica, la forma que tenía de hablar como si pudiera hacerse amigo de cualquiera, la facilidad con la que se desprendía de su título para unirse a sus amigos, su cuerpo. Oh, dioses, ese cuerpo que había visto más entrenamientos y batallas de las que era posible imaginar. Su amiga Dana habría hecho un comentario sobre cómo utilizar el torso de Solomon para lavar la ropa, sino fuera porque se trataba del príncipe de quien estaban hablando. Su imaginación y su memoria le traicionó recordando aquellos marcados músculos sobre los que golpeaba el agua del lago, cada curva, cada forma, cada cicatriz, desde la más pequeña hasta la más aterradora, esa que se situaba justo bajo su clavícula derecha. Debió haber sido aterrador recibir aquella herida, podría haber sido incluso mortal.
Se acabó hacerse el dormido. Se acabó dedicarle ni un segundo más a las imágenes de la noche anterior. Ryo y su resaca se quedaron sentados en la cama.
Se frotó los ojos para disipar las legañas. Debía ser bastante tarde, por la altura del sol que iluminaba sus aposentos. Con un vistazo rápido a los pies de su cama confirmó que el servicio ya había pasado por su habitación. Una tina de agua y unas telas se disponían sobre la estrecha y alargada mesa a los pies de su cama.
Se levantó para lavarse, el frío del agua sobre su rostro y torso no era suficiente para despertar su cabeza del aletargamiento del vino. Respiró hondo. Allí de pie frente a su cama, portando únicamente los mismos pantalones de la noche anterior.
Se lavó los hombros y las axilas. Un movimiento mecánico mientras su mente estaba en otro mundo.
La fecha se acercaba, su cumpleaños.
Pero no cualquier cumpleaños, cumplir dieciocho iba acompañado de un ritual familiar, uno peligroso, un ritual con el que probaría su valía para heredar el título de Lord algún día.  Respiró hondo. Cada vez que pensaba en el día de su cumpleaños se le hacía un nudo en el estómago y le temblaban las manos. No sabía si iba a poder dar la talla. Era una gran responsabilidad en sus manos.

La Marca del Dragón  {omegaverse}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora