Ted

32 3 1
                                    

—Por favor, dime que fui tu última opción —digo, cortante, con la vista al frente mientras aprieto con fuerza el volante.

—Fuiste mi única opción... —responde Alberto, con voz quebrada, incapaz de mirarme.

—¿Dónde vives ahora?

—No tengo adónde ir.

—¿Qué? —lo soslayo.

—Me desalojaron.

—¡¿Por qué?!

—Por no pagar.

—¿Ya no trabajas o qué?

—Me echaron también.

Me estaciono en un supermercado.

—¡Alberto! ¡¿Qué pasa contigo?! ¡¿Cómo que te echaron?!

—Por no ir a trabajar. No he tenido ánimos para hacer nada... Por eso quería ir a prisión.

—¡¿Estás loco?! ¡Tenías un buen departamento! ¡Un buen trabajo! ¡Estabas bien! Por favor, no me digas que es por el maldito divorcio que has echado tu vida al caño.

No responde. Derrama lágrimas. Me apena que se haya vuelto tan patético. Alberto era un hombre sabio. Ruidoso. Optimista. Desesperado por atención. ¿Adónde se fue?

—¿Dónde están tus cosas?

—En un depósito —limpia sus lágrimas.

Está más delgado. Sus ojeras son enormes. Su barba ha crecido. Incluso su piel es más clara. Me imagino que no sale mucho ahora.

—¿No hay manera de que... llamemos a tu familia? Quizá tu hermana...

—Ni siquiera tengo sus números. No sé dónde están. No sé nada de ellos ahora.

Silencio. Un largo silencio. Un suspiro de mi parte. Procedo a desabrocharme el cinturón de seguridad.

—Quédate aquí. Traeré algo de comer. Me imagino que tu estómago está vacío desde ayer.

Bajo del auto para comprar bocadillos y meditar a solas.

No odio a Alberto. Nos conocemos desde hace veinte años. Estuvimos casados diez. Aún lo quiero, pero pensar en todo lo que tuvimos que pasar, es doloroso. Verlo a la cara es sólo abrir una herida que creí cicatrizada. Y ahora luciendo tan vulnerable, me hace adjudicarme una responsabilidad que no me corresponde.

Eso me deprime. Tenerlo cerca me hace débil también. Pero tomar la decisión de no dejarlo solo confirma el hecho de que este apego hacia él nunca se desvanecerá.

—Toma. Sándwich y agua mineral. Espero que siga siendo tu raro e improvisado desayuno predilecto.

—Lo es. Gracias, cariño...

Ni siquiera me molesto en corregir que me llame de ese modo.

—Alberto, permitiré que te quedes en mi hogar hasta que mejore tu situación. Un mes como máximo. Buscarás empleo y ordenarás la mierda que tengas que ordenar para volver a ser un adulto funcional. ¿Está bien? Con esto, no pretendas que es alguna clase de reconciliación o algo así. De hecho, dormirás en el sofá. Velo como una obra de caridad nada más.

—Gracias, Teddy. Lamento haberte arrastrado en esto.

No respondo. Primero vamos por sus cosas, y luego a mi casa. Le permito instalarse libremente mientras avanzo con trabajo pendiente y ordeno mis cosas para hacer espacio para las suyas.

—¿Puedo usar tu regadera? —pregunta, asomándose en la puerta de mi alcoba mientras me coloco una camisa rosa—. ¿Vas a salir?

—Tengo un evento. Es una exposición. No contaba con que tendría de huésped a mi exesposo, el exconvicto. Pero eso no arruinará mis planes. Puedo dejarte solo, ¿no? Confío en que no causarás destrozos o me dejarás sin nada.

El libro de los hombres coloridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora