—La psicóloga nos canceló —informa Julian sosteniendo su copa de martini.
—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Por qué?
—Llamó está mañana. Oyó el último programa y... no le agradó cómo traté a nuestro último invitado.
—Maldita sea, Julian —me llevo una mano al rostro—. ¿A quién se supone que entrevistaremos ahora?
—Tranquilo, hablé con Clay DiMaggio. Lo tenemos confirmado.
—Oh, gracias al cielo. Por favor, deja de hostigar tanto a los invitados; cada vez te portas más pesado. Gracias a ti nos iremos a la mierda.
—Amigo, lo siento. Prometo cambiar. Cagué sangre el otro día. Creo que es una señal.
—Y me lo dices ahora, siendo que me trajiste a un bar, cabrón —frunzo el ceño.
—Poco a poco bajaré la cantidad hasta llegar a cero.
El plan era conocer gente, pero no me he atrevido a moverme de la silla. Él ya consiguió el número de dos chicas apenas entró. Una trató de coquetearme, pero mi falta de interés la ahuyentó. Mi última relación fue con un sátiro brasileño cuyo apellido ni siquiera sabía escribir.
—Florian ya está mejor. Dice que podrá ir al estudio el lunes —menciono, revisando mis mensajes.
—Allá está el vecino —dice, y dirijo la mirada adonde señala.
Es René.
—Nuestro edificio queda a dos cuadras. No me sorprende. Saludé a otros dos vecinos al entrar —digo. Me llama la atención verlo acompañado por dos hombres. Uno albino y otro alto, de tés morena.
—Él te gusta, ¿no? ¿Por qué?
—¿Por qué? Míralo. Es muy guapo. Me gusta cómo viste y huele.
—Huele.
—Huele a... rosas... fresas...
—Como mujer.
—Sí, no huele a hombre. Es masculino, pero me inspira femineidad. Como un señor Darcy. No lo entenderías.
—Escrito por una mujer.
—Exacto. El otro día que me lo topé, me habló sobre sus tortugas.
—¿Se te paró esa vez? —ríe.
—No lo entenderías. A ti sólo te gustan madres solteras.
—Tú menos entenderías el porqué son la mejor opción para mí. ¿Por qué no vas y saludas al vecino? Parece afligido.
—Está acompañado. Tal vez está en una reunión importante. Además, me da vergüenza molestarlo.
—Hazlo porque te voy a dejar.
—¿De qué chingados hablas? —inquiero irritado.
—¿Recuerdas a la gorda que me dio su número en la entrada? —masculla—. Le mandé mensajes. Y me dijo que la alcanzara en los baños de mujeres. Sus amigas la dejaron sola.
Lo sujeto del abrigo cuando dispone a irse.
—No te vas, cabrón.
—¿No lo entiendes? ¡Te estoy haciendo un favor! Mira, sólo salúdalo. Si no pasa nada en esa breve interacción, me llamas y volveré contigo.
Lo suelto, y me da una palmada antes de irse.
Bebo mi cuba hasta el fondo. Pido otras, y, tras quince minutos de titubear, me levanto para encaminarme a la mesa de René y sus dos amigos. Al estar frente a ellos, noto que el moreno y el albino están tomados de la mano y ambos portan anillos. René agranda los ojos y sonríe al verme. Lleva puesta una camisa rosa con los dos botones principales desabonotados. Me estremezco al ver su clavícula y la línea entre sus pectorales.
ESTÁS LEYENDO
El libro de los hombres coloridos
Ficción GeneralUna antología de historias de romance y drama, entrelazadas, donde hombres coloridos y peculiares son protagonistas.