Alberto

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No me he movido desde hace casi veinte minutos. Y no aludo a mi pierna rota. Teddy vino temprano. Anunciando su llegada de forma escandalosa. Bufando, sin voltear a verme siquiera, directo a encerrarse a su habitación. Me preocupa haber visto esos moretones en su rostro.

Hoy es su cumpleaños e iba a obsequiarle una corbata de Piet Mondrian. Aún me debato si intervenir o no. Y si mi cuerpo cederá.

Me incorporo con dificultad. Uso muletas. Caminar con ellas es difícil y humillante. Estoy tirando muchas cosas en el camino y me cuesta mantener el ritmo. Subir las escaleras me tomará mucho tiempo.

Treinta minutos, para ser específico. Sudoroso, exhausto y dolorido, al fin frente a la puerta de Ted. Al abrirla, él permanece acostado, dándome la espalda. Se ha despojado del saco y los zapatos. Tiene puesto audífonos. La música está tan alta, que sé que es Michael Jackson. Se abraza a sí mismo. Al acercarme torpemente, noto que tiene los ojos cerrados. Hinchados, no por los golpes sino por llanto.

Cuando me desplomo a su lado, se incorpora de inmediato y se retira los audífonos.

—¡Qué mierda! ¡Me asustate! ¡¿Cómo llegaste hasta aquí?!

—¿Qué te pasó, Teddy?

—¿Qué pasó de qué?

—Estás herido.

—No es nada que te incumba —desvía la mirada.

—¿Te peleaste con alguien?

Ríe. Suele hacer eso cuando está a punto de colapsar. No sabe de qué otro modo reaccionar ante situaciones de estrés.

—Hoy me topé a un viejo amigo tuyo.

—¿Quién?

—Jacob Blacked.

Palidezco.

—¿Jacob... te hizo eso? —inquiero, apretando los puños.

—Encelosofensa, me fui sobre él primero —ríe. Ríe mientras cubre su rostro y derrama lágrimas—. Déjame solo, por favor, Alberto.

—No lo haré. —Pretendo tocarlo, pero me sujeta del cuello de la camiseta con brusquedad. Sujeto sus brazos, nervioso.

—¡¿Quieres averiguar cómo quedó Blacked?! ¡Te dije que me dejes solo! ¡¿Por qué es tan difícil deshacerme de ti?! ¡De los dos! —exclama, colérico. Sin las gafas parece un hombre severo, intimidante.

Él no es así.

—Golpéame si siquieres, pero no voy a dejarte solo, Teddy —acaricio su mejilla, y hace una mueca por el dolor—. Triste, solo y enojado son pésima combinación. Puedes terminar como un tal Alberto Levy —sonrío, y me suelta.

Derrama lágrimas. Decido rodearlo con mis brazos, arriesgándome a ser empujado o golpeado. Por fortuna, me utiliza como pañuelo y prefiero eso. Solloza escondiendo el rostro en mi pecho.

—Estoy harto... —masculla—. Todos los días me siento miserable... Desde que te traje, todo empeoró... ¿Por qué tuviste que llamarme?...

—Eres lo único que tengo, Teddy. Todo lo que tengo. Lamento que mi presencia te esté perjudicando tanto.

—Me esforcé tanto en sanar... En olvidarte...

—Yo jamás te olvidaría —digo—. No me importa si me odias o quieres deshacerte de mí. Yo siempre estaré para ti aunque no tenga mucho que ofrecerte.

—¿Cómo puedes vivir así?

—Estoy loco. Por ti. Incluso pensé en castrarme para que me aceptaras de vuelta —bromeo.

—Eres un psicópata.

—No quiero que me alejes de tu vida de nuevo nada más. Quiero saber si estás bien. Qué piensas. Tus anhelos. Planes a futuro aunque yo no sea parte de ellos. Aunque no volvamos a ser pareja. Pero, vamos, Ted, créeme cuando te digo que jamás he dejado de amarte.

Urgo en mi bolsillo para extenderle su obsequio.

—¿Qué es eso? —toma la bolsa de papel, y vacía el contenido para luego examinarlo.

—Feliz cumpleaños, cariño —digo, sonriente.
Parece conmovido.

—Gracias, Alberto...

—¿Puedo quedarme aquí un rato? Me costó muchísimo subir y me duele todo el cuerpo.

—Está bien... —Ted se acuesta.

Imito su acción.

Me comparte un audífono. Remember The Time se reproduce. La canción es poco oportuna. Ahora tengo ganas de llorar también. Teddy pega su cuerpo al mío y me abraza, sin que lo espere. Parece que en verdad lo necesita.

—Quiero que te mudes —dice.

—Sí, ya sé. Pero ¿qué hago? Sólo tengo a Miriam y ella te pone celoso.

—¡No es cierto!

—Eres demasiado obvio.

—¡No me importa con quién te vayas!

—¿Por qué no admites que también sigues sintiendo algo por mí? Dejemos de fingir que no queremos permanecer juntos, acurrucados como ahora.

—Así no funcionan las cosas.

—¿Quién dice?

—Nada volverá a ser igual.

—No importa. No tiene que ser igual. El mundo y las personas cambian constantemente.

—No.

—¿No crees en las segundas oportunidades?

Silencio.

No lo seguiré presionando por esta vez. También estoy cansado.

El libro de los hombres coloridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora