Ted

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Tengo cincuenta y tres años, y soy virgen por elección propia. Soy incapaz de sentirme cómodo relacionándome sexualmente con alguien.

Los asexuales somos capaces de excitarnos y tener relaciones románticas. No somos una roca. Lo que nos diferencia de los alosexuales, es el rechazo que sentimos al estar involucrados en el acto sexual.

Conozco asexuales voyeristas. Asexuales casados (fui uno de esos). Asexuales que se arriesgan a cometer el acto sólo para complacer a sus parejas. Pero yo soy de esos que sienten nada —si de intercambiar fluidos se trata—; si acaso, respulsión. Es incómodo imaginar a alguien poniendo sus manos en mí.

—No sé, lo que sea, pero que sea fuerte —dice el hombre sentado a mi lado, en la barra, al barman. Es rubio, alto y pálido. Parece afligido.

—¿También te rompieron el corazón, amiguito? —inquiero. No me rompieron el corazón recientemente, pero suelo mentir para simpatizar con la gente.

—No —responde con voz queda—. Problemas familiares.

—Oh. También tengo un par de esos. No he hablado con mi hermana desde hace más de veinte años.

—Es mi madre. No siempre se trata de ella, pero a veces no tolero estar a su lado.

—¿Madre controladora?

—Ignorante.

—Mi madre era homofóbica. Racista. Antisemita. Era Hitler. Y doctora en física cuántica. Su mera existencia era una contradicción.

Ríe.

—Mi madre es maestra de música nada más. Y mi padre es cantante de ópera. Cuando me sentía triste o frustrado en mi juventud, ¿sabe qué hacía en vez de cortarme?

—Escribir una canción.

Reímos.

—Eso, y tocar el piano mientras lloraba.

—Entonces eres músico.

—No. Me gradué de contaduría y actualmente trabajo en una editorial. ¿Qué hay de usted?

—Soy diseñador. ¿Has visto el bastidor en el puente peatonal de la central? El de la violencia de género.

—La foto de la... mujer títere... algo así... ¿Tú lo diseñaste? —agranda los ojos. Asiento—. ¡Qué talento!

—Gracias —sonrío. Su bebida llega, e insisto en que la siguiente ronda corre por mi cuenta. Y parece que logramos conectar bien. Sin querer charlamos por más de una hora.

—Y, a final de cuentas, ¿por qué estás aquí? —me pregunta. Comienza a notarse su embriaguez.

—Estaba aburrido. Suelo venir cada fin de semana. Beber solo... conocer gente nueva...

—No eres una especie de depredador, ¿cierto?

—¿Depredador? —río—. Para lo único que acecharía a alguien, sería para llevarlo a casa a mostrarle mi colección de Scooby-Doo.

—¿Qué edad tienes?

—Despacio, tigre. Nos acabamos de conocer —bromeo, acomodándome el saco. Sonríe—. Notablemente mayor que tú. Finito.

—Bien. Me quedo con esa versión —revisa su reloj—. Ya debería volver a casa.

—¿Cómo te vas?

—Pediré un taxi.

—¿No quieres que te lleve?

Hace una mueca.

—No lo creo. Gracias. Perdona. Apenas te conozco.

—¡Está bien! —elevo ambas manos—. ¿Entonces puedo acompañarte a tomar ese taxi? Quizá te pierdas a la salida —sonrío.

—Está bien.

Una vez afuera, mientras esperamos, recuerdo lo más importante:

—¡Aguarda! Lo olvidé. Soy Ted —le extiendo la mano—. Ted Krauze.

—René Blacked —estrecha mi mano.

—Espero verte de nuevo, René. ¿Está bien si te doy mi número?

—Sí, claro.

El libro de los hombres coloridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora