Erik

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Tuve que pagarle a Julian por la apuesta que hicimos acerca de René, quien terminó divirtiéndose en el paintball. Le di extra para que se largara con Florian y así quitárnoslos de encima y disfrutar del resto del día a solas.

Terminamos en su departamento. Es mi primera vez dentro. Es simple y ordenado. Colores neutros, estantes con libros y decoraciones genéricas. Los puntos a destacar son la pecera con dos tortugas, las tortuguitas de barro sobre la mesa de centro y el peluche de la rana Kermit en el sofá.

Me dio permiso de preparar la cena como prometí mientras va a asearse. Su refrigerador está lleno y ordenado también. Honestamente creí que, dada su personalidad taciturna, hallaría escacez, vacío; en vez, hay un orden espeluznante. Los envases están ordenados por tamaño. Las frutas y verduras por color. Cada vaso y cada cubierto están separados.

Temo causar desorden. Incluso me da ansiedad manosear su despensa.

Me obligo a preparar macarrones con queso y bistec a la mexicana.

Dejo los platillos sobre la mesa. Había sangría en su congelador. Y hallé unas velas aromáticas en un cajón. Mi escenario romántico listo mientras René abandona su alcoba vistiendo una camisa negra que resalta sus facciones.

Me quemo el dedo por accidente al estar distraído admirándolo.

—No me esperaba esto —sonríe—. Parece que te esforzaste mucho. Gracias, Erik. Huele delicioso.

—Bienvenido a la verdadera cita.

Reímos, y tomamos asiento para degustar. Cuando René viste casual, suele dejar desabotonados los primeros botones de su camisa, y la línea entre sus pechos siempre me hace fantasear. Debo desviar la mirada para que no note que lo observo demasiado mientras me cuenta sobre cómo adquirió sus tortugas.

—Tu amigo... mencionó que tu papá es militar.

—Oh. Sí. Capitán. Bueno, lo era. Está jubilado.

—¿Fue muy estricto contigo?

—No. O al menos yo no lo veía así. Él siempre ha creído que mis hermanas y yo podemos volvernos presidentes si nos lo proponemos —reímos—. Pensé en enlistarme, pero... no se dio. No era lo mío.

—¿Y qué hay de tu mamá?

—Ella tiene una fonda.

—¿Fonda?

—Así le decimos a los restaurantes. Por lo general se sirve platillos sencillos o almuerzos. Es como una cafetería.

—Oh... ¿Qué hacen tus hermanas?

—Érika tiene una tienda de artesanías. Erina es instructora de karate.

—Qué versátiles —ríe.

Sonrío.

—¿Por qué no te dedicaste a la música como tus papás?

—Si... lo hacía, no iba a quitármelos de encima nunca. Desde los dieciocho tenía planes de independizarme y sólo se me ocurrieron los números.

—¿Son sobreprotectores?

—Ya conoces a mi papá.

—¿Y tu mamá?

Su semblante cambia. Parece un tema sensible.

—Ella es algo... ya sabes, intolerante... Es renuente al cambio. Mi cambio.

—Entiendo... Es una pena. Pero, hey, hay mucha gente a tu alrededor que te quiere y te acepta. Eso noté cuando jugamos contra los viejos ricachones en el club —sonrío, acariciando su mano.

El libro de los hombres coloridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora