Alberto

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Miriam cuestionó hasta dónde estoy dispuesto a llegar para seguir al lado de Ted a pesar de que él no me quiere cerca. Y, dada su prisa por quedarse solo, se me agotaron las ideas sensatas y las desesperadas ganaron terreno.

Toca hacer inventario. Me cuesta concentrarme porque no dejo de sobrepensar. Permanecer sobre este andamio de tres metros de altura evoca en mí todo tipo de sensaciones. Soy una persona impulsiva. Mi psiquiatra determinó que puede llegar a ser incluso patológico. A veces eso entorpecía mi propio trabajo. Un día puedo estar en casa leyendo el periódico y en la noche tomando clases de judo por un anuncio que vi en el mismo. Y abandonarlo a la semana porque preferí inscribirme a un club de lectura.

Me asomo por la orilla del andamio.

—¡Señor Levy! —doy un respingo al oír esa voz y me sujeto del barandal con fuerza—. ¡Voy a poner café! ¿Quiere que le sirva una taza?

—¡Sí! ¡Las galletas corren por mi cuenta! —respondo, y una vez solo inspiro hondo.

Creí que los pensamientos intrusivos ganarían. Teddy no sale de mi cabeza. Siento una carga en los hombros que no me deja tranquilo. No quiero mudarme con Miriam. La estimo, pero prefiero estar con mi exesposo. Aún lo amo y sé que él siente lo mismo. Estoy desesperado por conseguir su perdón y enmendar las cosas.

—¡Oiga! ¿Lo toma con azúcar?

Nuevamente me sorprendo, y un paso en falso provoca que resbale.

***

—No dejas de verme así —digo, sentado en la cama del hospital—. Desde que llegamos. El médico también notó tu hostilidad.

—¡Una pierna rota, Alberto! —explota Ted, siendo callado de inmediato por una enfermera que pasa de largo—. ¿Cómo es posible? —se lamenta.

—Los accidentes pasan, Teddy. Carajo. ¿O qué? ¿Crees que lo hice a propósito para fastidiarte? ¿No se supone que yo era el egocéntrico?

Su mirada cambia. Parece que considera esa posibilidad. Descubrirá que, en efecto, planeaba esto para quedarme más tiempo con él.

—Te creo capaz de todo tipo de cosas, pero hasta yo sé que ya estás viejo para hacerte daño a propósito —concluye—. Al menos el supermercado pagó todo.

—¡Y me adelantaron las vacaciones! ¡No todo es malo!

—Ni hablar de la mudanza contigo en ese estado... Maldición —se retira las gafas de vidrio rojo para frotarse los ojos.

—En verdad lamento causarte tantas molestias, cielo.

—Vamos a casa, ¿de acuerdo?

En el camino, paramos para cenar. Hamburguesas. La cena predilecta de Teddy, al menos, tres veces por semana. No me siento especial por esta cita improvisada acompañada por un yeso incómodo y su rostro indiferente.

—Hawa...

—No —me interrumpe—. No habrá piña para ti por romperte un hueso —dice Teddy, entregando las cartas al mesero—. Dos clásicas con papas extra.

—Al menos hay papas —digo.

—Las papas son para mí —repone, y una sonrisa discreta se cuela en su rostro.

—Estás molesto conmigo porque me rompí una pierna. Debes creer que soy un monstruo —bromeo, fingiendo histeria.

—Me molesta que, pese a lo que hay entre nosotros, ahora tendré que cuidar de un lisiado por los próximos tres meses.

—¿Lo que hay entre nosotros? Ya dejaste en claro que no hay nada. Si tanto te molesta, no hagas nada. No tienes por qué. Trataré de valerme por mí mismo. Mis manos están bien.

—¡Tú no estás bien! —explota—. ¡No puedes valerte por ti mismo! ¿No lo ves? ¡Eres inestable, Alberto!

—Entonces le pediré a Miriam que me cuide —parece que lo que digo remueve en él. Su expresión cambia y se echa para atrás—. Puedo quedarme con ella si te hace sentir mejor. De seguro tienes mucho trabajo y... me odias.

—No te odio. Si eso quieres...

—¡Claro que no, Theodore! ¡Obviamente prefiero estar contigo! ¡Que me cuides! Pero tú no quieres eso y no puedo obligarte a hacerlo.

—Entonces págame.

—¿Qué? —frunzo el ceño.

—Te cuidaré si me pagas. Así nos beneficiamos mutuamente.

—En otras circunstancias, habrías finalizado la conversación porque te hartas con facilidad. ¿Te estás haciendo el difícil?

—¿No era esto lo que querías? Ahora tú te haces el difícil. ¡No te entiendo!

—¡No tengo dinero para pagarte por cuidarme, Teddy!

—Ya encontrarás una forma para pagarme.

No entiendo qué acaba de pasar o la actitud de Teddy estos últimos días. Se comporta extraño desde que lo presenté con Miriam. No puedo evitar ilusionarme. Observarlo comer y reír mientras ve la pantalla de su teléfono evoca en mí una gran añoranza. Extrañaba esto. Tenerlo cerca. Verlo a los ojos. Molestarlo.

¿Habrá alguna esperanza de reanudar nuestra historia?

—¿Puedo pagarte en especie?

—¿Qué ofreces a cambio? —inquiere, texteando.

Pretendo robarle una papa, pero me da un manotazo.

—¡Auch! Trabajo en un supermercado. Puedo surtir tu despensa.

—Eso suena bien —me extiende el plato de papas, y sonrío para luego tomar una.

El libro de los hombres coloridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora