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Dejé que el agua caliente cayera sobre mi piel, esperando que eso fuera suficiente para relajar mis músculos tensos.

El vapor empezó a llenar poco a poco el baño, creando una atmósfera tranquila mientras el sonido del agua ahogaba cualquier pensamiento intrusivo.

Tomé mi gel de ducha favorito, un aroma fresco a vainilla, y lo apliqué generosamente sobre mi esponja. Froté mi cuerpo con movimientos lentos y circulares. Después de enjuagarme, cerré la llave del agua y me envolví en una toalla antes de salir de la ducha.

Desempeñé el espejo con mi mano para observar mi reflejo, notando el rubor en mis mejillas debido al calor del agua. Me giré un poco para ver la cicatriz de mi antebrazo. Recuerdo que, cuando la vi por primera vez, me asusté mucho. Sentí todo tipo de emociones; confusión, miedo, agobio, curiosidad, desesperación...

Era una línea blanca irregular, bastante larga, y por las pequeñas marcas que había a lo largo de sus bordes, se notaba claramente que había sido tratada con puntos para cerrarla. Era un corte limpio y preciso, como si hubiera sido hecho con una hoja afilada. Una navaja, tal vez.

Luego levanté un poco la toalla, lo suficiente como para revelar mi otra cicatriz, la de mi muslo. No tenía nada que ver con la del antebrazo. Era más oscura y profunda, y la piel alrededor estaba ligeramente hundida, formando un pequeño cráter. Esa cicatriz fue la que más me desconcertó, pues era evidente que la responsable había sido una bala.

Acaricié las cicatrices con los dedos, con la misma sensación de desconcierto perturbándome. No podía recordar cómo me las había hecho. Ninguna de las dos. Mi mente simplemente estaba en blanco cuando pensaba en ellas. Ni siquiera puedo imaginar las veces que intenté hurgar en mis recuerdos, buscando alguna pista que me ayudara a entender algo, pero no encontré nada.

Era como si esas cicatrices siempre hubieran estado allí, siendo parte de mi cuerpo.

Pero eso era imposible. En algún punto me las tenía que haber hecho, no había nacido con ellas. ¿Por qué no era capaz de recordar lo que había sucedido para llegar a tenerlas, entonces?

Esta vez no podía dejar que esos pensamientos nublaran lo que quedaba de día. Hoy iba a ser una noche importante, y necesitaba estar centrada.

Salí del baño y comencé a prepararme para la cita. Lorenzo me envió un mensaje al día siguiente de vernos, en el que decía que no me preocupara por el lugar al que iríamos, ya que él se había encargado de todo.

Eso tenía una parte buena, por supuesto, pues no tenía que pensar. Pero también había una parte mala, y es que no sabía qué atuendo era el más apropiado para esa noche.

¿Debía optar por un vestido y tacones por si decidía llevarme a un restaurante de lujo? Si era así, ¿qué tipo de vestido? ¿Uno largo, corto, medio...? ¿Con estampados o más formal?

¿Y si había decidido que la cita fuera de otra manera? Estaba asumiendo que iríamos a un restaurante teniendo en cuenta que era la hora de cenar, pero... ¿Y si pasaba de cenas románticas y elegía un simple paseo para charlar un rato? En ese caso, tendría que ponerme un calzado cómodo.

Dios, había olvidado lo estresante que era tener una cita.

Abrí mi armario y comencé a deslizar las perchas una por una. Ninguna de mis prendas me convencía, y eso que era mi ropa. ¿Por qué era tan complicado elegir un atuendo para alguien que te gusta? Es como si nada te pareciera suficiente para impresionarlo.

Mis ojos se detuvieron en uno de mis vestidos de verano. Era básico; negro, corto y de algodón, con tirantes finos y hecho de una tela elástica para adaptarse a todo tipo de cuerpos. Para no pasar frío, decidí combinarlo con una americana marrón que me llegaba por los muslos y que haría juego con unas botas de tacón del mismo color, marrones. Me llegaban un poco por debajo de las rodillas.

En la Sombra del Olvido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora