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Horas después...


JULES

Bajamos unas escaleras tan largas y oscuras que parecían conducir al infierno.

Con la pistola en alto, Morgan avanzaba a mi lado, cauteloso. Me arrepentí de no haber pasado por mi casa para coger mi arma, pues no me gustaba estar en este sitio desarmada. Pero, ¿cómo iba a saber que terminaría aquí?

Cuando pisamos el último escalón, nos detuvimos de golpe al ver lo que se extendía frente a nosotros. Una hilera interminable de cuerpos esparcidos a lo largo del corredor.

Morgan llevó la mano que tenía libre a la frente, luego al pecho, después al hombro izquierdo, y finalmente al derecho, formando una cruz.

Esas escaleras, definitivamente, llevaban al infierno.

El aliento se me cortó, y por un momento se me olvidó respirar. Había sangre. Mucha sangre. Era horrible, ni siquiera había espacio entre los cuerpos, que se acumulaban entre sí, formando una maraña grotesca de extremidades inertes y rostros desprovistos de toda vida.

Me cubrí la nariz con una mano para intentar soportar el desagradable olor que desprendían los cuerpos, pues el aire era irrespirable. Una mezcla nauseabunda de sangre fresca y carne chamuscada llenaba cada rincón de ese búnker. Aparte, la humedad del lugar atrapaba el olor, impidiendo que se disipara. Era un aroma espeso que parecía pegarse a la garganta, forzándote a tragar mientras luchabas contra las náuseas.

Me agaché junto a uno de los cuerpos, observando con atención cada detalle que me revelara qué demonios había ocurrido aquí. El rigor mortis estaba en pleno proceso, los músculos de los cadáveres aún endureciéndose. No olía a putrefacción, lo que confirmaba que el tiempo de muerte no superaba las cinco o seis horas.

—Murieron recientemente —comenté en voz baja, mientras mis ojos se detenían en las heridas.

Las marcas de las balas eran claras, pequeños orificios circulares en los trajes que llevaban puestos. La mayoría de los disparos estaban agrupados en el pecho y el abdomen, pero algo no cuadraba. Había otros cuerpos que no mostraban signos de heridas de bala. Examiné uno de los cadáveres que no tenía ni un orificio de bala, y no tardó en revelarme la causa de su muerte: las manos estaban crispadas, los dedos aún encogidos en un gesto de dolor extremo, y había marcas carbonizadas y parches de piel quemada.

—Algunos fueron electrocutados —dije al fin, apartándome del cadáver.

Morgan se arrodilló junto a otro de los cuerpos, tocando con dos dedos el borde quemado de la ropa. Había rastros de hollín en el uniforme que llevaban.

—La descarga fue brutal. Mira esto —dijo, señalando las botas de uno de los hombres, cuyo suela de goma estaba parcialmente derretida—. Tuvieron que ser miles de voltios.

Pasé la mirada por el pasillo. Las paredes de metal mostraban marcas ennegrecidas, como si la electricidad hubiera recorrido toda la estructura antes de encontrar su camino hacia los cuerpos. Unas tuberías, a lo largo del techo, aún chisporroteaban ligeramente, emitiendo pequeños destellos de corriente residual.

¿Qué había ocurrido? ¿Qué hacían esos hombres en un búnker militar que parecía haber sido abandonado durante décadas?

Miré de nuevo a los hombres, ahora muertos: todos llevaban trajes de combate, equipados con armas que no había visto jamás.

—¿Qué tipo de armas son esas? No las había visto nunca.

—Yo tampoco —comentó Morgan, pensativo.

En la Sombra del Olvido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora