Uno y mil amores [FRAIN]

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Llegar a ese punto, en donde toda la tragedia no es más, después tanto, que un recuerdo doloroso. Una memoria donde, incluso, hay perdón, amistad, y uniones. Sobra decir que no ha sido un camino placido, muchos menos sencillos.

Se han caído muchas veces, demasiadas. Han estado incontables veces al filo de la espada del otro; también se han encontrado en el abrazo amoroso que se ofrecían cuando sus corazones lograban encontrarse.

Se destaca que entre más longevos eran, entre más siglos se acumularan frente a sus ojos; más cicatrices; más rencores; más soledad; podían llevar. Eran cuerpo y tiempo enredados el uno con el otro, ahogados en eternidad, a veces en dolor.

¿Qué pensaría Aion, deidad griega del tiempo, de ellos, que podían ser el símil corpóreo de la eternidad; algo que se preguntaba a veces, siempre sorprendiéndose de lo mucho que les dejo la vasta sabiduría de Grecia y sus antepasados, quien en sus ojos parecía cargar el significado mismo de la filosofía. Por más que Francia fuera una nación con diferentes raíces y creencias, podía entender las enseñanzas de sus congéneres, y aprender de ellas era uno de muchos placeres.

En todo el tiempo que llevaba viviendo, rara vez su lugar con respecto a otras naciones, y sus sentimientos, permanecían estáticos. Se ha visto aliado; unido en matrimonio; o separado por voluntad o circunstancias amargas. También se ha encontrado enemistado con muchas naciones, y se ha encontrado endeble y vulnerable a su propia melancolía, siendo siempre lo suficientemente fuerte sin sucumbir a ella.

Era fuerte porque había aprendido a serlo (como toda nación que deseara vivir el tiempo que él lo ha hecho necesitaba). Aunque, ahora, se podía permitir ir contra el contraflujo que a veces era el tiempo debido a otras circunstancias.

Alzó sus ojos, y entre todo el rumor animado de las voces en esa enorme sala, su mirar encontró una dulce correspondencia de unos ojos que le recordaban al fulgor de una esmeralda con su profundo verde, que le sonrieron a la par que aquellos labios que tanto adoraba. España a pesar de ser tan expresivo con sus deseos y sentimientos, era un misterio a su manera, pues elegía únicamente lo que querían que otros vieran, los verdaderos matices de la nación ibérica era algo que pocos sabían: tales cómo sus más longevas enemistades; o en el caso de Francia, aquellos que habían ganado un lugar precioso en su corazón.

Sin embargo, él podía verlo, había aprendido a interpretarlo, a desentrañar el misterio que era España. Francia le guiñó un ojo, soltando una risilla cuando Antonio le mando un beso con su mano.

Era todavía difícil aceptar esa dicha sin reserva. Para un humano, probablemente, sería imposible de entender cómo se podían amar de igual manera y dar toda tu devoción a más de una persona en sus cortas vida; no obstante, para inmortales cómo ellos era algo, hasta cierto punto, cotidiano: ellos habían vivido docenas de vidas si se comparaba a la existencia humana. Ellos, que llevaban viviendo los suficiente para ser incluso ambiguos ante conceptos germinados en vivencias humanas.

Y eso no significaba que ningún amor fuera menor o desdeñada cómo si fuera un mero pasatiempo.

Le maravillaba (agradeciendo enormemente) como Antonio había aprendido a amarlo más de una vez en todo el tiempo que llevaban existiendo. Era, pues, conmovedor entender como el ibérico decidió hacerlo feliz, y adecuarse para obtener su propia dicha, a pesar de las partes más cruentas de su historia.

Él era viejo, o comenzaba a ser considerada como una nación vieja. Gracias a sus incontables experiencias, había aprendido a desprenderse del odio, a amar de mil maneras: a vivir sus amores y tristezas sin lamentarse de todas las pérdidas que los cambios a través de los siglos conllevaban.

—France —gruñó una voz molesta a su lado, siendo testigo como los ojos de Francia pasaron de un punto a su derecha, a posarse atentos a las expresiones de Espaa que presidía esa reunión—. No voy a estar hablándote hasta que te dignes a hacer caso. Quería comentarte algo de nuestra última junta.

Francis por fin se giró hacia Inglaterra, y rio ante su expresión irritada, molestándolo más. Pensó en provocarle, pero era muy temprano para pelear, tampoco deseaba darle trabajo extra a España en lo posible —siendo éste anfirtrión—, así que decidió dedicarle su mejor sonrisa.

—Sobre los acuerdos, te pregunte —repitió Arthur.

—Pardon, estaba un poco distraído —dijo Francis—. Sí, mi jefe me entregó la minuta con los acuerdos, te la enviare hoy, oui?

—Si pudieras dejar de pensar en otras cosas diferentes al trabajo, prestarías más atención —se quejó Inglaterra—. Supongo que esperare a tu correo electrónico.

Francia no lo tomó personal (aunque entendió la indirecta), solo se encogió de hombros, guiñándole un ojo a Arthur, que no hizo más que cruzarse de brazos y dedicarse a ignorarlo.

Estaba tan acostumbrado a esa dinámica árida con Arthur, que poco le afectaba lo cortante que fuera con él. Hubo en tiempo en que le importó lo suficiente para pensar en cambiar él mismo. Sin embargo, hay cosas y sentimientos que están destinados a cambiar, a no ser...a no perdurar.

Suponía que sus errores si lo cambiaron, y fueron necesarios, para llegar a ese punto. A veces era difícil pensar que pudo ser de ese tiempo, en caso de que Inglaterra y él hubieran podido dejar el pasado. Pensó, incluso, que difícilmente volvería a sentirse tan dispuesto a dar todo por alguien; llegó a asegurase que poco lugar había en sus vidas inmortales para algo más adecuado para vivencias finitas, cómo lo era el amor.

Ahora, su vida estaba entrelazada. Un amor; una nación que querían estar a su lado a pesar de sus más cruentas épocas. Por supuesto, cuando se es inmortal, el amor de una vida se extiende en varios momentos de siglos, pues la eternidad acogía el tiempo de cientos, no, de millones de existencias.

Francia enlazó su vida con una nación a quien aprendió amar: fue su enemigo en algún punto, lo llegó a odiar, resultado de la crueldad que se veían obligados profesar bajo el deseo de sus dirigentes.

Pero Francis vivía su eternidad de nuevo, cómo si apilara docenas de amores a lado de Antonio conforme los siglos pasaban.


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