Give you the world [EspañaxNyoFrance]

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Francia siempre había sido de apreciar el romance en las palabras, en admirar la intención de ese tipo de promesas infantiles, esas que juraban sobre traer constelaciones o estrellas a sus pies. Podrían considerarse infantiles, ella lo sabía, pero ávida del romance, como la más ferviente existencia que lo profesaba, le conmovía que aún hubieran hombres que las dijeran, y que fueran honestos.

Juramentos sobre entregar estrellas, la luna, o el cielo entero, eran simplemente una forma de poner el nivel de devoción en una frase. Sin embargo; a pesar de que el romance iba acompañado de pasión, no siempre los podía encontrar en conjunto; como no siempre el amor era garantía de dulzura, o emociones similares.

Marianne lo sabía mejor que nadie como nación, y como humano. Sus reyes no siempre fueron gentiles con ella, por más que clamaran amar sus tierras, sus amantes, muchos de ellos pasajeros, humanos con un tanto de pasión que dar pero poco de romance, mucho menos, por supuesto, amor. Y ella no se quejaba, disfrutaba las atenciones, la galantería, y como todos, se rodeaba de compañía que le diera algo similar al afecto.

Francia, pocas dudas tenía al pedir las atenciones de un caballero, no tenía problemas en saber cuándo quería algo, aunque pocas veces se fijaba de quien lo recibía; la soledad hacía muchas veces eso, y era inherente a ser inmortal, pensó. Por eso, ella siempre concluyó que las manos anhelantes y la sensualidad eran lo que conformaban el concepto de pasión, concepto que no tenía necesariamente relación con el romance.

Quizás, por eso, es que la ligereza y autenticidad de España al mostrar, cómo responder, a sus atenciones la sorprendía un poco. Ambos eran conocidos como dos conceptos que definían las relaciones amorosas: romance y pasión. Por tanto, no esperaba del ibérico gran discurso afectuoso, o juramentos imposibles, pero verdaderos en sus intenciones; no esperaba versos galante con la misma frecuencia que pensaba, aparecerían esos arrebatos de pasión.

La pasión de ambos, recordaba Marianne, los tomó por primera vez a finales de la regencia de la casa de Habsburgo en tierras españolas, siendo el inicio de la casa de Borbón.

Tras la guerra de Treinta años, y lo ocurrido al final del Imperio Galo, poco o nada habían convivido; Marianne le dejaba claro a Antonio que soportaría sus desplantes, y este que estaba más interesado en fingir que no la conocía cuando estuvo casado con Austria. No que no les doliera terriblemente; ¿Cómo es que esa era la forma en que se trataban, tras todo lo que vivieron juntos?

Su matrimonio comenzó arisco, Marianne no dudaba en dejar claro que si quería, podía buscar el afecto de otros en una de sus tantas discusiones. Antonio, que había endurecido un poco su afable carácter de antaño, le reprochó con dureza: «Sé que poco queremos saber del otro, pero os pido respetéis al menos lo simbólico de esta unión». La francesa se sintió dolida con esas palabras que cargaban con tanta indiferencia.

No fue, hasta que el mismo Antonio, recordando tiempos antiguos, ofreció a Marianne cenar con ella en privado, lejos de sus reyes, para que llegaran a un acuerdo de tantas asperezas que germinaron en la pasada guerra.

Se dieron cuenta que ambos eran similares en muchas formas, que poco habían olvidado sus memorias conjuntas, y que realmente su rencor iba a las acciones que se vieron obligados a afrontar. La amistad fue fácil. Marianne, que a ojos de otros, adquirió una belleza más cautivadora con el pasar del tiempo, especialmente al alcanzar la madurez del cuerpo de una mujer adulta, resaltó en los pensamientos del Reino Español; Antonio, poca resistencia puso a ese beso de arrebato, de pasión, que se sorprendió iniciando.

Francia, que había estado mirándolo con ojos entornados, labios sonrientes con sugerencia y mirar lleno de afecto, como palabras que nunca le confesaría en esos siglos. Ella le correspondió, ambos consternado de la natural que era ese giro de eventos: tan natural era, pues, que sus dedos deshaciendo rizos rubios con suavidad, manos contorneando la curva elegante de la cadera de ella, o manos blancuzcas pasear por su piel abrazada por el sol de tierras cálidas.

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