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La joven Alize , de dieciséis años y sonrisa encantadora; se sentó en un banco del parque.
Estaba esperando a su padre, un artesano de renombre, mientras canturreaba una canción con su seráfica voz.
El viento de las montañas cerca de París era limpio y fresco, no como en su capital.
Su padre le dijo que quizás llegaría tarde, pues tenía que recibir el vestido que había mandado a confeccionar, donde hacían los vestidos a los nobles.
-Es tu celebración de la mayoría de edad, así que te mereces algo especial.-Dijo él.
No es que fueran ricos, pero últimamente habían hecho acopio de una buena cantidad de dinero, pues el rey le había pedido un fusil hecho de oro.
En realidad el vestido no le importaba, sino que lo que quería era pasar tiempo con su padre. Él pasaba demasiado tiempo en el taller, siempre con sus herramientas y nunca con su hija.
Pero ya estaba acostumbrada.
Alize se levantó harta de esperar y se dirigió a las entrañas del bosque.
Oyó el angelical ruido del flujo del agua.
Lo siguió hasta parar junto a un cartel.
“Tened cuidado, múltiples desapariciones han sido reportadas en la zona”-Rezaba el cartel.
Sopesó sus opciones:
No podía volver, pues había olvidado el camino.
Pero adentrarse en  aquel bosque era peligroso.
“Y si hay un depredador hambriento”-Pensó alarmada.-”O peor, un hombre lujurioso”
Se imaginó sus restos, manchados de sangre y su vestido arrancado sobre una roca. Ella gimoteando en el suelo, cuando él alza una piedra y le da un golpe fatal.
Cuando salió de sus pensamientos se dio cuenta que hacía tiempo que dejó el cartel atrás. Ahora estaba frente a un lago, donde el agua fluía tan limpia que era totalmente transparente y fresca.
Se remangó el vestido y metió un pie.
Era la mejor agua que había probado en su vida.
“Están reparando la ducha en casa, quizás…”
-No.-Dijo sin darse cuenta en voz alta.-Es mejor que no.
Pero en el fondo del lago se veía claramente algo brillar.
Se metió con cuidado de no mojarse y agarró lo que parecía ser una esmeralda.
Un crujido sonó tras unos arbustos.
Alize cayó de bruces en el agua.
Se incorporó y tosió el agua que había tragado.
“Mierda”
Unos pasos esta vez más fuertes, como de alguien corriendo, sonaron detrás suyo.
Sea quien fuere se estaba alejando.
Salió del lago y se sentó en una roca a secarse.
No podía quitarse la ropa, no era propio de una señorita andar desnuda por la montaña; pero si no se la quitaba cogería un constipado.
Reconoció unos pasos familiares y se levantó de su asiento.
Era su padre.
No podía creer que la hubiera encontrado. Estaba tan avergonzada.
Pero no dijo nada.
Simplemente la abrazó esperando lo peor, cosa que no sucedió.

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