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El payaso, que acababa de recuperar la capacidad de hablar, rodeó la cintura del niño con sus manos y lo elevó en el aire.

-¡Puedo hablar!-Gritó en júbilo.

Cuando dejó al infante en el suelo este gimió de dolor al notar de nuevo el punzante mal del corte en su palma.

La muñeca canturreó con un tono siniestro que no concordaba del todo con la situación:

-Mi amor, mi amor, ahora puedes gritar. Mi amor, mi amor, más nadie te escuchará.

Sam sintió una oleada de terror al escuchar sus ténebres palabras, como anunciando un sombrío encuentro con un monstruo: como aquella leyenda urbana que a tantos niños (incluido él) aterrorizaba, un monstruo hecho de oscuridad, con afiladas garras de frío hueso, aquel ser que en el imaginario colectivo de los críos vivía en el armario de sus habitaciones.

Se volteó lentamente a mirar el de aquel cuarto, un pequeño escalofrío le recorrió la nuca cuando ahí dentro hubo un sonido, cerró los ojos y alzó las manos como si eso le impidiera al Coco, o lo que sea que habite tras la puerta de aquel mueble, hacerle el más mínimo daño.

Nada salió de él y el ruido cesó.

-¿Qué ha sido eso?-Preguntó el Payaso Pierrot, que se dirigió a abrirlo y descubrir el origen de tal estruendo.

-Mi amor, mi amor, solo eres un bufón. Mi amor, mi amor, una mala broma provocó tu ejecución.

La marioneta, en cuya pálida tez destacaba pintura del color del mar, abrió el armario.

La réplica del palacio de Versailles estaba destruida, como aplastada por algo que había caído encima de él.

Tanteó la oscuridad en busca del objeto.

No había nada más en el armario, por lo menos a simple vista.

Miró hacia arriba y vio, a través de un agujero en el techo de la maltrecha casa, el cielo nocturno: en él destacaban las estrellas que rodeaban formando un círculo la luna llena, haciéndola ver mucho más majestuosa. Pero ese momento se vio interrumpido por algo que saltó desde una esquina sin iluminar de la pared, del techo del mueble, como si se tratase del mortífero ataque de una araña. Aterrizó en la cara del payaso y este intentó librarse de su agarre. Lo consiguió, no sin que la muñeca, un poco más pequeña que la anterior, le hiciera varios arañazos; de los que salió sangre putrefacta.

El ser se llevó las manos a la cara y se sorprendió de volver a sangrar, sus recuerdos de aquella lejana época le estaban borrosos, tanto que los sintió como si de una vida pasada se tratase.

La muñeca atacante cayó al suelo y sorprendentemente no se fragmentó. Entonces saltó de nuevo esta vez con Sam como objetivo.

El humorístico ser la golpeó en el aire con una viga de madera que estaba en el suelo, la muñeca se estrelló contra la pared y se fragmentó.

-Gracias, esto....¿Cómo te llamas?

-No lo recuerdo.-Dijo el payaso.-Pero llámame Pierrot, no recuerdo porqué, pero en mi época a los nuestros nos llamaban así.

La mente del niño no podía concebir que existieran personas sin nombre, aunque dudaba de que aquel ser fuera una persona si no un muñeco viviente.

-Gracias, Pierrot.

Pierrot le hizo a Sam un gesto para que se quedara atrás y examinó los restos de la muñeca en busca de algún peligro.

Estar en presencia de aquel cadáver, si se le podía considerar cadáver, le provocaba dolor de cabeza como si la destrucción de aquel objeto hubiera liberado una energía psíquica similar a la de un alma.

Pero ningún alma tendría salvación, no por el momento.

Apartó la cerámica y encontró entre ella un cristal reflectante cubierto de ceniza.

Manipuló el cristal con cuidado, le dio la vuelta y en él había un nombre escrito en sangre negra como la noche.

El nombre en cuestión le resultaba familiar:

"Monique".

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