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Karen terminó de tender y bajó a la cocina para preparar el desayuno.
Cogió cereales, copos de avena, y sacó leche de la nevera.
Los juntó en un bol y añadió azúcar.
Luego puso la cafetera a calentar.
Subió de nuevo las escaleras y despertó a Sam.
Este bostezó y se rascó los ojos.
-Lavate la cara y cepíllate los dientes.
Lo hizo y bajó a desayunar.
Sam era un niño de seis años, rubio y adorable. En cambio Karen era pelirroja y algo más fea. O al menos ahora, que la edad empezaba a hacer estragos..
La mayoría de su aspecto lo había sacado de un donante de semén.
Ella nunca había tenido sexo, ni le apetecía.
Era madre soltera, pues no había congeniado con nadie.
Había probado con hombres y mujeres, pero la carencia de sexo siempre terminaba la relación.
“Ellos se lo pierden.”-Se decía a sí misma.
Cuando ella se tomó su café ardiendo y con mucho azúcar, tal y como le gustaba y Sam terminó los cereales este empezó a dar vueltas y saltos por la casa.
Era un niño con mucha energía, y aunque Karen tenía paciencia no podía evitar desesperarse a veces.
“Un poco de tranquilidad no me iría mal”.
Se incorporó y cogió las llaves.
-Sam, ¿Quieres ir al parque?
Este soltó un estridente chillido de felicidad que ella tomó como un sí.
Abrió la puerta y  le hizo un gesto al infante para que saliera.
-¿Coscoletas?-Suplicó el niño.
Ella cogió al niño y se lo colocó sentado encima de los hombros.
-Yupi.
Con dificultad lo llevó hasta el parque.
El parque contaba con todo tipo de actividades para niños:
Columpios, rocódromo, balancín, caja de arena y toboganes.
El niño se subió en el columpio y su madre lo empujó durante un rato.
-Mami está cansada.-Dijo tras unos minutos y se sentó en el banco sin quitarle la  vista de encima al niño.
Este se dirigió al tobogán.
Se tiró por él cinco veces.
A la sexta oyó un crujido en los arbustos, se tiró por el tobogán y miró a su madre. La pobre estaba dormida.
-Sam, ven.-Dijo una voz divertida. El tipo de voz que se esperaría de los participantes de un circo.
Sam dudó, pero sucumbió a la curiosidad. Al final de cuentas su madre no le había dado la charla sobre no hablar con desconocidos, cosa de la que se arrepentiría el resto del día.
Se abrió paso entre los matorrales.
Tras ellos se alzaba una espesa niebla y empezaba a llover con violencia.
Se adentró en el bosque.
Encontró un camino.
Ante él se hallaban dos caminos, uno hacia una mansión y otro hacia una cabaña.
Siguió el de la mansión, maravillado por su estructura.
Se encontró una puerta de madera de roble oscuro entreabierta.
La adornaban unos pomos de zafiro.
Las puertas eran demasiado pesadas para abrirlas.
El niño se metió por el hueco entre ellas.
La estancia estaba oscura, pero a través de un ventanal se entrevía una urna de cristal donde reposaba una muñeca de porcelana.
De pronto se encendió una vela iluminando otra urna.
En ella había una marioneta de un payaso Pierrot.
Le pareció ver que pestañeaba.
Se acercó y puso la mano contra el cristal.
La marioneta se estampó hacia el cristal, fragmentando una parte.
Sam salió corriendo asustado e intentó regresar sobre sus pasos, pero lo único que encontró en lugar del parque, con su madre, era un lago a medio congelar.
Volvió a la intersección y fue a la cabaña.
La puerta estaba cerrada, pero entró por un pequeño hueco en la madera.
Dentro había un vestido rasgado y un sable ensangrentado. Contuvo un grito de puro terror.
Pero no pudo evitar chillar cuando miró al único cuadro de la estancia: el de un payaso, casualmente el mismo payaso Pierrot que había visto antes.
Pero por encima del terror tenía frío y sobre todo, y extrañamente, sueño. Como si hubiera hecho un viaje muy largo.
Vio una cama doble.
Se quitó la ropa empapada y se metió  y cubrió con el mullido y pesado edredón.
A pesar del miedo se quedó dormido.
A la mañana siguiente observó la ventana medio dormido.
“Espera¿Que?”.
No era una ventana ayer, eso era un cuadro.
Eso significaba…
El payaso le abrazó por detrás y de él emergió un llanto amargo.

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