◾Capítulo XI: Culpa y Retención◾

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La luz del amanecer comenzaba a filtrarse por las estrechas ventanas del castillo cuando Ian recobró la conciencia. Sus ojos se abrieron lentamente, la vista nublada por el dolor y el agotamiento. El techo de piedra de la sala del trono se veía borroso, y por un momento, no pudo recordar dónde estaba o qué había sucedido. Luego, como un torrente imparable, los recuerdos de la batalla lo golpearon con fuerza. La pelea con el Rey, la muerte de Janeth, su propio grito desesperado... todo volvió a él en un instante abrumador.

Se incorporó con dificultad, sintiendo cada músculo de su cuerpo quejándose por el esfuerzo. Miró a su alrededor y vio a sus amigos dormidos cerca, exhaustos por la batalla. Lina, Wei, y Alex estaban desperdigados en la sala, pero lo que más le impactó fue el cuerpo inmóvil de Janeth. Su amigo, su compañero de lucha, yacía en el suelo con una expresión serena en el rostro, como si la muerte lo hubiera sorprendido en un momento de paz.

-No... -murmuró Ian, susurrando a la figura de Janeth. Se arrastró hasta él, sus manos temblando mientras tocaba su fría mejilla-. Janeth, lo siento tanto...

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, una mezcla de ira, tristeza y culpa arremolinándose en su interior. La imagen del Rey decapitando a Janeth repetía una y otra vez en su mente. La risa burlona del Rey, el grito de advertencia de Ian, y luego la visión de su amigo cayendo al suelo sin vida. Todo había sucedido tan rápido que apenas podía procesarlo.

-Es mi culpa... -dijo en voz baja, apenas un susurro-. Debería haber sido más rápido. Debería haber protegido a Janeth.

Se dejó caer al lado del cuerpo de su amigo, su cuerpo sacudido por sollozos silenciosos. El peso de la culpa lo aplastaba, haciéndolo sentir impotente y pequeño. Habían luchado juntos, soñado juntos con un futuro mejor, y ahora Janeth no estaría allí para verlo. La carga de esa pérdida era insoportable.

-Perdóname, Janeth... -susurró, su voz quebrándose con cada palabra.

El amanecer continuó su avance, llenando la sala del trono con una luz suave y dorada, pero para Ian, todo parecía envuelto en sombras. Sus amigos aún dormían, ajenos al tormento interno de Ian. Pero la mañana traería consigo una nueva esperanza, y sus compañeros no lo dejarían enfrentarse solo a su dolor.

Ian se quedó junto al cuerpo de Janeth, incapaz de moverse, incapaz de apartar la vista de su amigo caído. Cada segundo que pasaba, la culpa se hundía más profundamente en su corazón, como un cuchillo girando lentamente. Sus lágrimas caían sin cesar, formando pequeños charcos en el suelo de piedra.

-Si tan solo hubiera sido más rápido... -dijo entre sollozos-. Si tan solo hubiera sido más fuerte...

Los recuerdos de su infancia volvieron a inundar su mente. La soledad, el abandono, la lucha constante por sobrevivir. Había prometido a sí mismo que nunca permitiría que alguien cercano a él sufriera de nuevo. Pero ahora, aquí estaba, con el cuerpo de su amigo más cercano, su hermano en la batalla, a sus pies. La promesa rota.

Se acordó de los momentos compartidos con Janeth: las risas, las conversaciones en las noches tranquilas, las veces que se habían salvado la vida mutuamente en medio de la guerra. Janeth siempre había sido su ancla, el que lo mantenía firme cuando todo parecía perdido. Ahora, esa ancla había sido arrancada, dejándolo a la deriva en un mar de desesperación.

-No debiste morir, Janeth... -susurró, su voz apenas audible-. No debiste morir por mí...

Un viento suave se coló por las ventanas del castillo, acariciando el rostro de Ian, pero no encontró consuelo en su toque. En su mente, la escena de la batalla se repetía una y otra vez: el brillo de la espada del Rey, el grito de advertencia de Ian, el cuerpo de Janeth cayendo al suelo. No podía escapar de ese ciclo de horror.

Infierno SilenciosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora