Antonio había crecido siendo influenciado por lo que los adultos siempre decían y pensaban. En Madrid era muy común que los niños pequeños como él obedecieran lo que mandaban los adultos, y Antonio nunca se había planteado portarse mal, porque no le agradaba estar castigado. Cuando estaba castigado no podía ver a sus amigos, ni jugar con su hermana Ana, quien era su hermana favorita por ser la mayor de las otras tres.
Antonio gustaba de salir al jardín, oler las flores y corretear como cualquier otro niño. Antonio era un niño feliz en su casa de tres grandes y fabulosos pisos, adornados con maderas preciosas y pinturas al óleo de pintores famosos. Antonio adoraba cada detalle de su casa, desde su gran habitación llena de libros y juguetes, hasta el sótano, hogar de la servidumbre, siempre fiel y mansa ante los mandatos de la familia. Cada cierto tiempo, el señor Diego, o padre, reemplazaba algunos criados con otros nuevos, y siempre era divertido para Antonio ver caras nuevas arreglando las camas o limpiando la cara vajilla.
Según padre, España era una gran nación que gozaba de prosperidad y éxito. Y que, si las cosas seguían así, todos los españoles serían tan ricos como el Rey. A Antonio le gustaba la idea de jugar con el rey, y competir sobre quién era más rico. A Antonio le gustaban las monedas de oro que padre le regalaba de vez en cuando, y quería ser soldado como él, para ganar sus propias monedas de oro cuando creciera. Antonio amaba su vida, y quería que siguiera siendo así.
Una mañana, mientras padre merendaba en el gran comedor, acompañado de Antonio, le dijo:
—Antonio, hijo, hay algo que quiero decirte —Antonio lo miró, esperando su respuesta—, y espero que obedezcas al pie de la letra.
Cuando el señor Diego decía eso era una orden absoluta, y Antonio sabía que no podría desobedecer por nada del mundo. Y si el señor Diego veía que Antonio se esforzaba por cumplir, le daría un dulce acompañado de algún elogio o hasta una caricia en el pelo.
—¿Qué es? —preguntó, curioso.
—He traído a un nuevo criado, que me enviaron desde Inglaterra hace unos años, pero que me costó entrenar. Es un niño, como tú —Antonio abrió mucho los ojos y su boca formó una inocente "o". Padre cerró los ojos—, pero no podrás, nunca, acercarte o jugar con él. ¿Entendiste?
—¿Por qué?
—Porque es peligroso que lo hagas. Solo estará aquí durante tres meses, y luego otros soldados se lo llevarán lejos.
—¿Y por qué es peligroso? —El señor Diego lo miró, y parecía no tener algún argumento para responder. Tras unos segundos dubitativos, suspiró y contestó.
—Es un niño que ha hecho cosas malas. Como un criminal.
—¿Y por qué no lo enviaron a la cárcel como a los ladrones?
—Pasará tres meses aquí porque es parte de su castigo servirnos a nosotros —afirmó el señor Diego, con un tono de voz recio pero gentil—, y si intenta hacernos daño, sabe las consecuencias.
—Yo no.
—No tienes por qué.
Antonio se fue a su cuarto confundido. No podía dejar de pensar en que padre cometió un error al meter a un criminal en la casa, aunque fuera como castigo. Pensó en contárselo a Ana, pero ella no estaba. No tenía más remedio que salir a jugar con sus amigos. Su mejor amigo en todo el mundo era Henry, el hijo de un oficial muy risueño llamado Louis, que venían de Inglaterra.
Espera... ¡Inglaterra! De ahí venía el nuevo sirviente del que padre habló. Si le preguntaba a Henry o al señor Louis, seguramente sabrían de quién se trataba y qué había hecho como para castigarlo sirviendo a familias ricas, muy ricas, como la suya. Antonio corrió por el camino empedrado que daba fin a su casa y se unía con la calle, y se adentró en la ciudad, viendo a las personas mayores, junto a niños grandes, que hablaban y reían por todos lados. Otros iban con prisa sin poder detenerse a saludar a Antonio, el hijo del señor Diego, y el mejor soldado del mundo.
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The Boy Who Became a Monster
FantasyMe llamo Klaus, y esta es mi historia. La historia de cómo me volví humano. O al menos lo intenté con todas mis ganas, pero ninguna criatura viva quería apoyarme. Así que tuve que cambiar mis objetivos. Y cambiar yo mismo por mi bien. ¿Humanidad? Se...