Paz Nocturna

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—Te subestimé, enano —dijo el líder de los gliffin, junto a sus semejantes—. Eres fuerte.

—Lo sabía —Se levantó, aun sangrando, y pateó con indiferencia el cuerpo muerto y atravesado del gigante de ojos rojos, cuyos orbes ya no existían dentro de las cuencas vacías de sus ojos.

—Una lástima que este será tu último día —Se le lanzó encima sin titubear, tumbándolo bocarriba. Su peso era mucho mayor que el de su presa. El resto de los gliffin se mantuvo expectante—. No te preocupes por el híbrido, irá al infierno después de ti.

—¿Honestamente? No me importa mucho, grandullón —masculló con la nariz roja de su propia sangre. Le costaba respirar y le dolía intentarlo, pero su cuerpo no moría, sin importar cuánta sangre perdiera. Puso una mano en los incisivos superiores del gran líder, y trató de empujar hacia arriba. El gliffin cerró la boca, rompiéndole una uña, y encajándosela dentro del dedo. Dolía horriblemente, pero Klaus no se quejó. En su lugar, apartó la mano y sonrió con arrogancia.

—¿Aún tienes fuerzas para esa cara de estúpido?

—Siempre hay espacio para burlarme de ti —Miró a su alrededor con su campo de visión limitado—, de todos vosotros. No voy a morir aquí.

—Eso ya lo veremos —Abrió mucho la boca y Klaus reaccionó a tiempo, metiendo la muñeca dentro de la boca de su enemigo, y haciendo fuerzas para evitar el cierre de sus mandíbulas, que sin dudas le romperían el brazo, o el cuello, o la cara. El hueso se rompió cuando el gliffin hizo una gran presión, pero ni ese dolor pudo doblegar a Klaus, quien respiraba lo mejor que podía, manteniendo su porte estoico a pesar de todo.

—Tu hueso ya está roto —dijo el gliffin, apretando más. El albino lo escuchó, pero miraba a su alrededor, buscando alguna forma de huir de esa comprometedora situación—, te queda poco aquí, comandante blanco.

—Eso mismo me dijeron hace dos milenios —dijo Klaus, sonriente, con una mano aferrada firmemente a la mitad de una lanza partida, la mitad filosa—, y aquí estoy, vivo y en una pieza.

De un certero y veloz movimiento, encajó la punta filosa en el cuello del gliffin, y, para sorpresa de todos, sí lo atravesó. El resto de la manada vio con horror como su líder caía, ahogándose en su propia sangre, mientras que su pequeño asesino se alzaba, como un demonio grotesco, cubierto de sangre negra y roja, manchando su pelaje blanco maltratado.

Klaus sacó la punta de la lanza del cuello del gran líder, quien soltó un ronco gruñido sintiendo su vida irse junto al flujo de sangre cada vez más grande.

—La clave para sobrevivir —dijo el canino— es no creerse invencible solo porque tienes armadura y fuerza para manejarla, o porque tengas buenas armas. Muchos creen que los gliffin no pueden ser derrotados por armas normales —Miró la lanza ensangrentada, goteando, mientras las miradas del resto de la manada cada vez se tornaban más agresivas—, pero eso depende. Si el portador la usa con una fuerza increíble —La lanzó directamente al ojo de otro gliffin, que cayó de inmediato— puede atravesar su carne sin tantos problemas, y matarlos de forma natural, como a cualquier bestia.

Los siete gliffin restantes se lanzaron a por él sin pensarlo, en una avalancha de gruñidos y dientes filosos en mandíbulas igual de duras. Klaus se vio hundido bajo pelaje negro con luces por ojos, y, con solo la ayuda de sus garras, se abrió camino entre ellos, atravesando sus cuerpos, sus huesos, y causándoles dolor y posteriormente la muerte.

Encajó dos garras de su mano sana en las cuencas de los ojos de uno, y arrancó el cráneo de un tirón. Con sus garras rompía el hueso de los más jóvenes, así como lograba romper levemente los de los mayores. Con fuerza estrellaba hueso contra hueso, rompiéndolos en un brutal espectáculo. La sangre negra se mezclaba a la carmesí en el pasto, mientras Klaus destacaba como una estrella sucia entre tanto azabache.
Cuando estrelló un último cráneo contra el suelo, respiró más calmado. Miró a su alrededor, sonriendo mientras sus enemigos estaban tirados, bañados en su propia sangre y con sus cuencas apagadas, sin vida. El perro con ojos de felino, que se había mantenido sentado, con la boca abierta y los ojos muy abiertos, miraba admirado al sanguinario lobo blanco que logró salir victorioso de aquella batalla. Tenía una mano rota, muchas heridas en todos lados, y respiraba con una debilidad impropia de su expresión tan segura.

The Boy Who Became a MonsterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora