Victoria

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A la orilla del mar, el grupo de Eric descansaba de su largo viaje. Volver a la amada Europa era un sueño que finalmente habían cumplido. Los barcos, los mareos, el hambre y la sed eran sentimientos que no echarían de menos al regresar a abrazar a sus esposas. Traían un poco de oro, algunas joyas, telas exóticas y un par de esclavos indígenas del Nuevo Mundo. La tropa, aunque cansada, celebraba haber podido volver a casa sana y salva.

Los dieciocho soldados armados con espadas y protegidos por armaduras de acero gritaron de alegría al pisar la madera del muelle que recibió a su buque. No había ni un alma, y eso había resultado muy extraño, pero al fin y al cabo, lograron bajar en el puerto inglés con sonrisas en sus caras. Eric, a la cabeza, abrazó el cuello de su caballo Ceniza y sujetado a éste atravesó el puerto desierto. Pensando que se trataría de bandidos o un ataque de algún ejército enemigo, estuvieron alertas a sus cargamentos, pero al llegar al pueblo dieron al fin con personas como ellos. Gente que, como pasaba en pueblos normales, iba y venía con cosas y sin ellas.

Eric sintió alivio, y sus hombres también.

Pasaron la noche en una taberna donde bebieron mucho vino, comieron estofado abundante y contaron su travesía a través de los océanos. De los horrores del mar, de los horrores de la colonización a las nuevas tierras. La gente los escuchaba con interés, a pesar de estar borrachos, y celebraba lo que ellos afirmaban que eran logros. Aunque James, uno de los caballeros, y el único que se mantenía medianamente sobrio, notó un aura de pesadumbre en las personas. Como si una energía extraña los hubiera entristecido a todos como por arte de magia.

No opinó nada y se dirigió a su alcoba de esa noche. Tirado en su cama, se puso a pensar. Repasaba una vez más su odisea a través de aguas desconocidas, y recordaba muchas experiencias. Poco después, unos toques a su puerta lo distrajeron.

Se levantó, con una daga en la mano, preparado para algún ataque sorpresa de algún ladrón. Cuando abrió vio a una mujer, o más bien, una niña de poco más de unos escasos quince años.

—¿Puedo pasar, señor? —preguntó la joven, sin timidez alguna. James asintió confundido, a sabiendas de que ninguno de sus compañeros tenía el dinero suficiente como para contratar a alguna dama de compañía.

—¿Qué se le ofrece, señorita? —dijo James, tomando asiento en una silla frente a la cama.

—Lo veía muy nervioso hoy mientras el resto de sus compañeros contaban sus historias. No estaba emocionado como ellos.

—Es que... todos parecían distraídos. Yo me di cuenta porque no bebí tanto vino —admitió James, peinando su cabellera negra.

—Todos tenemos miedo, señor... —dudó por cómo llamarlo.

—James, me llamo James. ¿Y miedo por qué?

—¿No sabe nada de la guerra? —preguntó ella, asombrada. James parpadeó más de tres veces, asimilando sus palabras con detenimiento.

—¿Cuál guerra? ¿Hay una guerra? ¿Contra quién?

—Los hombres bestia nos atacan, señor —dijo la niña con una calma aterradora—. A todos nosotros: los humanos. No dejan ni a uno con vida.

—¿Eh? ¿Por qué lo harían?

—Y no es solo a Inglaterra. Se rumorea que quieren matar a todos los humanos de Europa, y otros dicen que del mundo. Quieren "limpiar" al mundo de los humanos, señor. ¿Cómo no estar asustado?

James abrió mucho los ojos, aterrado y sorprendido.

—¿Cuán ciertos son esos rumores?

The Boy Who Became a MonsterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora