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Ecuación de Dirac

Parte 2: Distancia

II

Aunque duela

1 de junio de 2022, Alemania

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1 de junio de 2022, Alemania.

Bakugou Katsuki se puso de pie, repitió un saludo cortés que ya tenía como insignia y se retiró del edificio a paso seguro. La entrevista había sido fructífera, él estaba orgulloso de su logro y agradecido con su equipo. Sí. Todo resultaba de maravillas. Estaba un paso más cerca de superar a All Might. Había mejorado sus métodos de conversación, podía mantener un buen tono —serio, maduro, formal, mesurado, respetuoso, digno del próximo mejor héroe del mundo— y podía devolver comentarios tanto positivos como negativos con elegancia y elocuencia gracias al paso del tiempo, la práctica y las circunstancias de empezar desde cero —como un donnadie— en cada país que visitaba. Midnight-sensei estaría orgullosa.

Llegó a su habitación, en el edificio de la agencia para la que trabajaba, y se desplomó en la cama adoselada, limpia y perfumada. Ya tendría tiempo de cocinar y comer después de descansar. Sus horarios habían cambiado drásticamente en el último tiempo. Tomaba todos los turnos disponibles para hacer vigilancias, patrullaje, redadas y misiones específicas, regresaba para dormir y luego pensar si tomarse una ducha primero y después comer o al revés. En un cálculo exagerado, Bakugou Katsuki dormía cinco horas y cumplía el resto de sus necesidades básicas dentro del rango de una hora. Después, era solo trabajo, trabajo y más trabajo. A veces comía algo de camino entre un punto y otro, otras veces solo se dedicaba a patear culos y dejar una buena impresión de la sociedad japonesa frente a los demás.

No podía detenerse a pensar. Tenía libre los viernes, para reponer energía. Pero, por más que quisiera dormir 24 horas seguidas, nunca conseguía llegar a las 8 de corrido. Ese bastardo de dos colores tenía la culpa. Pero Bakugou no lo iba a admitir, no iba a darle esa satisfacción. Tenía su orgullo por las nubes, jamás bajaría para volver a buscarlo. J A M Á S.

Abrió los ojos de golpe. Habían pasado solo tres horas. Qué desgracia. Tenía la mirada grisácea y azulada clavada en las cortezas y lóbulos del cerebro, no sabía cómo quitarla. Tenía su voz resonando en la memoria como si estuviera a su lado. Quería explotarlo todo y gritar mucho. Se desquitaba pasando la mayor parte del tiempo insultando a sus ganglios basales y ordenándoles mentalmente que dejen de seleccionar esos recuerdos a cada rato, que dejen de retenerlos, que los descarten. Era en vano. Todo su cerebro había sido embrujado, maldecido por culpa de aquel idiota. Y no se lo iba a perdonar nunca.

Para colmo, había tenido el tupé de enviarle un regalo por su cumpleaños. Y Bakugou había sido tan idiota que lo había guardado. Tenía todas las cosas que le recordaban a él guardadas en una caja. Y por más de que se había mudado de país, la caja había ido con él. Como si tuviera vida propia o como si le lavara el cerebro cada vez que la tocaba para impedirle que la desechara. No importaba cuánta voluntad tuviera Bakugou o cuán motivado estuviera a tirarla a la basura, una vez que tocaba la caja, no podía hacerlo. Así que maldecía, la pateaba al fondo del armario y se echaba a dormir. Menudo asco. Estaba actuando como un patético pendejo.

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