Capítulo 19: Subsuelos del alma:

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Dedico este este capítulo a anyulimend por el apoyo dado en cada capítulo. Luz para tu vida.

…Ya no soy la tierna tía de Jeremías.
Ahora soy otra mujer.

Cualquier mujer. Menos una buena mujer.
Hago este ritual desde hace tanto que he pasado de la risa al asco…


Mery pov:
El tiempo pasa tan a prisa que ni podemos parpadear por temor a envejecernos; analizando todo el transcurso de mi desvariada y maltrecha vida, me he formulado preguntas, preguntas que no he contestado, pero hoy me vuelvo a preguntar si mi vida… ¿mi vida es feliz en realidad? respondiendo sin tabúes y siendo sincera conmigo misma:
NO.

No soy feliz y nunca lo he sido.


Jamás llegaré a ser feliz, aunque me he esforzado por lograrlo no lo he conseguido; no puedo ser feliz viviendo esta doble vida que llevo, siendo una persona ante Jeremías y otra cuando entro en ese mundo que ahora aborrezco con toda mi alma.

Vivo una vida en la cual solo soy un objeto de placer, al cual usan y luego tiran como un guiñapo, sin embargo y para más desgracia mía ya estoy condenada a esta vida, creo que cada quien vive el infierno que decide merecer y yo ya lo estoy viviendo.

Solo yo soy la culpable de mis acciones y no puedo remediarlo, sumida quedaré en la aberración de este mundo de placer fingido que me ha consumido, tanto me he esforzado por ocultarlo, taparlo, oscurecerlo, mantenerlo en las sombras, no sé…, que no me ha quedado vida.

El solo recordar… recordar esas caricias asquerosas, esos besos mojados de alcohol sobre mi cuello y las manos resecas surcando mi piel, esos escalofriantes resoplidos en mi oído, la lengua húmeda de los hombres borrachos y sus balbucientes palabras que solo pronuncian incoherencias y aberraciones a las que debo sucumbir por dinero.

Todo eso me hace ver lo bajo que he caído y en la basura en que me he convertido, usada por los hombres para encontrar un futuro mejor, uno que nunca llega, pero qué puedo hacer, ¿no puedo cambiar mi destino o… Sí?
Ver crecer a Jeremías y darme cuenta de que el niño que una vez tuve entre mis brazos poco a poco se ha vuelto un hombre, ya son 17 años.

Me hace realmente feliz –bueno, desde mi paradójico punto de vista de lo que es la felicidad–, tanto como no lo he sido en toda mi desgraciada vida, más sin embargo, cada día despierto con la angustia de que pueda descubrirme y que sepa quién soy en realidad.

Al rayar el alba de un nuevo día y verme envuelta en unas asquerosas sábanas de hotel, junto al cuerpo lánguido y endeble de un hombre (cualquier sea su nombre, no importa) que dobla y con creces mi edad y mi posición y solvencia económica, de barba y bigotes rasposos y detestables, de ojos turbios y llenos de odio y perversión, viejos y no tanto, hombres que se codean en un mundo que yo nunca pisaré –política, negocios, empresas, alcurnia–, y que van al subsuelo de la sociedad con la única intención de saciar sus deseos y necesidades acuciantes: placer, comprensión, perversión y lujuria.

Cosa que sus puritanas y castas esposas vestidas de dama antañona, ¡jamás! Pensarán ni podrán darles.

Hombres dignos de lastima y odio a la vez, hombres como el que está a mi lado.

De unos 40 años, de bellos, pero extraviados ojos color de miel, de manos callosas y rudas, pecho fuerte y velludo al igual que mentón perfectamente afeitado y que araña al más sutil contacto o rose, sus hombros nervudos y abdomen duro como el acero, que a pesar de no estar marcado se aprecia el resultado de una rutina de ejercicios eficaz, alto y de tez color crema, con cabellos que caen enmarañados sutilmente hasta su barbilla en un negro azabache penetrante y alucinador.

El hombre que cualquier mujer desearía tener en su cama, y se derretiría en un instante al oír su ronca y firme, pero locuaz y educada voz, ese es el que está a mi lado esta fatídica mañana en la que el sol no ha tenido ocasión de levantarme de mi ensueño, pues yo he hecho lo propio; al caer en cuenta de mi aberrante y acérrima realidad corro rápidamente a vestirme e irme a mi casa, para fingir –como es costumbre de este ritual diabólico– que pasé la noche allí.

Sin embargo, noto que Jeremías está sospechando, no es ya el niño de antes, a quien podía engañar fácilmente.

¡Todo lo hago por él!
Y temo… temo que me odie por lo que soy: una ramera que solo busca un poco de amor sin saber dónde encontrarlo.

Eleiza, la novia de Jeremías me cae muy bien, solo ella ha podido ayudarlo a superar la soledad que lo agobia; aunque a veces me pregunto si fue bueno que él se enamorara tanto de ella, pues lo he notado muy dependiente hacia la chica y temo que sufra por eso, y sea peor el remedio que la enfermedad.

No es bueno que Jeremías llene su vacío con el amor que ella pueda darle, puede ser muy peligroso; hace semanas que no quiere hablar con nadie, tampoco va al colegio y, eso me preocupa muchísimo, pues faltan solo meses para que se gradúe, ha entrado en un estado de depresión y no ha salido de su cuarto para nada.

Este día se ha ido –como tantos otros– fugaz y repentinamente, como un suspiro que escapa de labios de un moribundo, y debe ir ya al encuentro con su muerte y… ese es mi caso ya debo ir a encontrarme con mi muerte.

La noche ha caído y debo ir a trabajar.

Un trabajo en el que muero lentamente.

Al tocar la puerta del cuarto de mi sobrino para hablar con él, y como es habitual en él en estos casos no me permitió entrar, temo mucho por él ¿Qué le estará pasando? Ya es tarde, prefiero dejarlo solo.

Eleiza ha llegado y es bueno que venga acompañarlo.

Camino a la parada de autobús como cada noche y tomo uno que me lleva al interior de la ciudad.

Luego de esperar un rato, entro en un baño público y me despojo de la chaqueta color kaki que traigo encima.

Suelto mi cabello y lo arreglo frente al espejo, acomodo mi vestido y retoco mi maquillaje.

Ya no soy la tierna tía de Jeremías.

Ahora soy otra mujer.

Cualquier mujer. Menos una buena mujer.

Hago este ritual desde hace tanto que he pasado de la risa al asco.

Salgo apresurada del baño, hasta mi caminar es distinto más pronunciado, más sensual.

Tomo un taxi, un anciano de ojos cansados conduce sin prisas por la autopista.

No hablamos más que lo necesario.

Saludos de cortesía y la dirección de a donde voy.

Al descender del auto, camino unas 3 cuadras hasta el bar.

Mejor dicho el burdel.

Ya me esperan.

La noche es movida.

Hay clientes que son selectivos.

Y yo me he vuelto el trofeo más costosos entre todas las chicas.

Entro al baño del establecimiento y miro con resignación a la mujer que está frente a mí.

Una extraña.
Es irreconocible.

Un poco de sangre brota de mi nariz y se escurre por mi labio.
No tengo miedo a morir.

Pero, claro que me preocupa.

Esto no es normal en mí.
Tendré que ir al médico.

Y eso se traduce en reposo y ausencia al trabajo.

Condenada enfermedad.

Nos paraliza y arruina nuestros planes.

Voy directo a la barra.

Le pido a Fernando, el bartender, que me sirva un Vodka doble.

Debo despejar la mente.

Y de pronto caigo en cuenta de algo que había pasado por alto, Fernando es el único chico trabajando con nosotras.

Algunas chicas decían que era gay, pero yo no lo creo.

Le veo más bien como un niño tímido y sin experiencia entre esta manada de víboras.

Me dedica una amplia sonrisa y sigue en lo suyo.

Preparando cócteles y limpiando el lugar.

Cierro mis ojos por unos segundos e inhalo un poco del aire acondicionado que se cierne por todo el lugar.

Echo un vistazo, en busca de un compañero.

Alguien rico, muy rico. Y si se puede medianamente atractivo.

Mmmmm.

Me muerdo el labio como gesto de ansiedad.

¡¡ALLÍ HAY UNO!!
Bingo.

La Frontera del dolor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora