Capítulo 28: Un precio de sangre.

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…Era un hombre de armas tomar.

Una verdadera caja de sorpresas…


Eleiza pov:
Román se ha ido ya, está enfadado conmigo, pues me rehusé a cocinar cuando deseaba. Han pasado dos horas y aún no ha llegado, suena el teléfono:

–Buenas tardes, ¿con quién desea hablar? –Digo intrigada.

–Buenas tardes –Pregunta una voz ronca e inexpresiva en el teléfono– ¿es usted la esposa de Román Hopkins? ¿La señora Hopkins?

–Sí, exactamente con ella habla, ¿quién es usted?

–Le hablamos de la policía, para informarle…–Hace un repentino silencio y prosigue– que su esposo sufrió un trágico accidente.

–¿Cómo? ¡No puede ser! –Digo alarmada– ¿Cómo está él?; ¿Dónde está?

–Señora… –dice la voz seguida de un nuevo silencio– su esposo… falleció.

Dejo caer el teléfono y abrazo fuertemente a Samuel conmocionada con la noticia y sintiendo un gran temor.

Mi cuerpo tembloroso, no reacciona a las órdenes de mi cerebro.

Samuel siente mi angustia y comienza a llorar.

Ha quedado huérfano.

Ahora estamos desamparados en este inmenso lugar.

Madrid se sentirá muy grande y sola sin Román.

Luego de hacer todos los tramites forenses, de los cuales se encargó Katherine la secretaria de mi difunto esposo, pues como era de esperarse yo estoy hecha polvo, nos dirigimos a un suntuoso y ornamentado camposanto.

No salgo del asombro.

Veo sueños romperse en mil  pedazos ante mí.

En el funeral, recibo condolencias de muchos conocidos y también desconocidos, frías lágrimas bañan el rostro de algunos asistentes y el sacerdote dirige una breve homilía en honor a mi esposo.

Palabras de agradecimiento por parte de sus colegas y socios y bellas tonadas de música clásica que nos recuerdan que él siempre vivirá en cada acorde y cada nota que se entone en nuestra academia.

Lanzo una triste rosa blanca sobre su ataúd y abrazo a Katherine quien está a mi lado.
Nunca hemos sido amigas, pero en este momento de pena solo en ella me puedo apoyar.

El dolor de la pérdida disipa cualquier resentimiento aunque sea por un día.

Ya habrá tiempo para librar nuestra vendetta.

El frío puñado de tierra comienza a caer y poco a poco va cubriendo el ataúd.
Este será el adiós.

Pasan los días y aun la impresión no cesa, solo hace unos días estaba con él y ahora… 
¡Ya no lo veré más! 

Solo pude conocerlo bien dos meses y ser su esposa por un año, estas últimas semanas no fue el gran esposo que deseaba, no obstante, no po...

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Pasan los días y aun la impresión no cesa, solo hace unos días estaba con él y ahora…
¡Ya no lo veré más!

Solo pude conocerlo bien dos meses y ser su esposa por un año, estas últimas semanas no fue el gran esposo que deseaba, no obstante, no podría negar que fui feliz, aunque solo tuve un poco de ese amor que necesitaba. Ha llegado una carta a mi puerta:

Es del juzgado.

Un sobre color blanco que con letra cursiva excelsamente alargada y con giros dice a modo de membrete:

Para la Señora Eleiza Guiraldes, viuda de Hopkins.

En su interior hay un fino papel en tono sepia, que con idéntica caligrafía me anuncia que debo presentarme dentro de dos días para la lectura del testamento de Román.

¡¡TESTAMENTO!!

¿Cómo que un testamento?

Román jamás habló de testamento.
Ni siquiera me hizo firmar nada a excepción del acta de matrimonio y ciertas formas que no entendí en su momento cuando nos casamos.

He llegado al juzgado.
Un espacioso predio que con inmensas puertas marmoladas me espera imponente y amedrentador, con una cantidad de unas 70 sillas, todas de madera, puede que más, puede que menos, es un cálculo estimado y, en eso no soy muy hábil, casi todas ellas vacías, pues tan solo unas 15 personas nos encontramos presentes.

Cuatro hombres y dos mujeres –todos pulcramente vestidos–, de traje azul rey y corbata negra los hombres; y las mujeres: una de rubia cabellera y tez blanca como la leche, con un vestido que cae holgadamente sobre su muslo en un rojo frambuesa muy vivo, y la otra de piel más oscura y cabello rizado elevado en un alto moño, visten un traje ejecutivo y falda bastante ceñida a sus carnosos y tonificados muslos, todo en un monocromático tono pastel.

Cada una, a un extremo y otro del grupo, como ocultando su racismo e incomodidad con la prudente distancia.

Todos, detrás de un largo escritorio de mármol y con carpetas negras en mano, seis copas con agua, dispuestas para cada uno, y una grabadora en el centro.

A una distancia de dos metros, un hombre joven y de hermoso parecer, se encuentra sentado solitario con traje negro sobre una silla igual a la que me han hecho ocupar, una pequeña mesita de cristal esta vez se encuentra junto a él y, sobre ella su carpeta y un grueso vaso de cristal con whisky –haciéndole ver con más relevancia que cualquiera de los presentes–.

Del otro lado de la sala, 6 hombres de oscura piel reluciente al fulgor de las elegantes lámparas que cuelgan del techo, ocupan el otro banquillo detrás de un idéntico escritorio y cada cual lleva esta vez en sus manos las copas con agua, que de vez en cuando alguno que otro, sorbe educadamente.

En la parte frontal de la sala, de pie en la tribuna está un hombre vestido elegantemente con traje inmaculadamente blanco, corbata dorada, zapatos puntiagudos de color negro, reloj de oro en su mano derecha y un fastuoso anillo de oro con una esmeralda incrustada, en el anular derecho.

Es el abogado o el juez, la verdad no lo sé.

Al parecer un hombre fastuoso a la hora de vestir.

Alguien que busca impresionar y apantallar.

Ha comenzado la sesión y el abogado comienza a leer el testamento –debo decir que jamás supe que mi marido hubiese dejado preparada su última voluntad– .

Pero con Román no se sabía que esperar.

Era un hombre de armas tomar.

Una verdadera caja de sorpresas.

–Señoras, señores –dice el hombre calvo y de unos 40 años a todos los presentes– a continuación, la última voluntad de quien en vida fuere Román Hopkins:

El presente documento legal que redacto en completo uso de mis facultades físicas y mentales, deja por sentado y hace constar que:

1. A mi esposa Eleiza Guiraldes de Hopkins, dejo la dirección, el control y posesión total de las finanzas de la Organización de Orquestas Nacionales; con la condición de que sea miembro activo de alguna de ellas. Las cuales hasta el momento están dispersados en seis ciudades de España representadas por mis socios que de seguro estarán presentes.

2. A mi hijo Samuel Hopkins, dejo las 23 empresas textiles que tengo en los siguientes países:
• 2 en Alemania
• 5 en Rusia
• 7 en Inglaterra
• 3 en Holanda
• 3 en España
• 3 en Venezuela

De las cuales podrá hacer uso al cumplir 23 años de edad, hasta tanto dichas empresas estarán a cargo de un bufete de abogados, representados por mi socio y amigo Kevin Kulman –el hombre que toma apacible su whisky, alza la mano para presentarse–, y quienes darán cuenta y entrega de todas las ganancias a mi esposa Eleiza Guiraldes.

3. Por ultimo dejo un fideicomiso de siete millones de euros para las fundaciones de ayuda y protección social ubicadas en África.

Sin más que acotar se despide:
Atte.: Sr. Román Hopkins.

–Se da por concluida la lectura del testamento –dice el hombre mientras cierra la carpeta.

Tan frío en los negocios como siempre.

Pero…

Jamás pensé tener tanto dinero, ya tenía bastante siendo la esposa de Román, pero ahora que él murió tengo muchísimo más, una sensación de euforia y miedo me invaden ahora mismo.

Ahora bien, tendré dinero, fama, reconocimiento, todo lo que un día ansié, todo por lo que un día vine a este país.

Claro, jamás pensé que lo alcanzaría a tan alto precio.

Un precio de sangre, la sangre de mi esposo.

Román se había ganado no solo mi cuerpo, sino también mi amor, mi tiempo y mi atención.

Creí que sería feliz con él, que podríamos superar esta crisis.

Eran celos estúpidos que se salieron de control.

Estaba dispuesta a hacerlo razonar.

Tal vez algún tipo de terapia matrimonial, consejería… que sé yo.

Algo que pudiese ayudarnos.

Pero ya no está aquí conmigo.
Estoy sola.

La conmoción es muy grande y el dolor de saber que mi hijo crecerá sin padre me invade por las noches.

Me levanto y salgo agitada de la sala, pensando que algo malo podría pasarnos.

Pero, quizás solo me esté volviendo paranoica.

–Un gusto conocerla por fin señora Hopkins –Me saluda el elegante hombre aún con su whisky en la mano–. Ya escuchó mi nombre, pero de igual forma en Kevin Kulman tiene usted a un aliado.

–Eso espero… –le sonrió con gracia–. Él gusto es mío señor Kulman.

–Llámenme Kevin –su voz grave llena la estancia.

–Esta bien Kevin, nos vemos –Me despido.

–Esté atenta al teléfono, la llamaré.

¿Cómo consiguió mi número telefónico?

La Frontera del dolor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora