Sombras de plata

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Aurora'

El sonido del despertador me sacó de un sueño profundo, pero no de los que estoy acostumbrada. Me sentía extrañamente ligera, como si algo faltara. Me quedé mirando el techo, tratando de recordar si había soñado con algo, pero mi mente estaba en blanco. No había sombras malignas, no había lobos merodeando en los bordes de mi subconsciente. No había nada. Ese vacío me inquietaba más de lo que debería, y por un segundo, deseé haber visto a Alexander en su forma de lobo, acechando en la oscuridad de mis sueños como lo había hecho antes. ¿Por qué no había aparecido? ¿Por qué sentía que algo se había roto en ese mundo onírico?

Me levanté lentamente, aún con la sensación de incomodidad pegada a la piel. Me arreglé frente al espejo, intentando ignorar esa punzada de decepción que se había instalado en mi pecho. No debería importarme tanto si sueño o no con un lobo gigante, pero la verdad es que ya me había acostumbrado a su presencia, a sentir esa conexión inexplicable. Suspiré y, como todas las mañanas, me colgué el amuleto de luna al cuello. La plata fría contra mi piel me dio una pequeña descarga de energía, una sensación de seguridad que sabía que solo era temporal. Pero por ahora, era suficiente.

Bajé a la cocina y encontré a mis padres en su rutina habitual. Mamá ya tenía el desayuno listo y papá hojeaba el periódico con su café en la mano. Saludé con un débil "buenos días" y me uní a ellos en la mesa. Mis padres charlaban sobre temas cotidianos: el estado de la biblioteca, la última novela que habían leído, el clima de la semana. Traté de sumarme a la conversación, pero mi mente estaba en otra parte.

Cada bocado de mi desayuno sabía a poco, no porque mamá no cocine bien (porque lo hace), sino porque mi cabeza no estaba realmente ahí. Todo me sabía a ceniza porque seguía pensando en el libro de runas que había dejado en la casa abandonada cerca del bosque. ¿Qué pasaría si alguien más lo encontraba? ¿Y si lo tomaban o, peor aún, lo destruían? No podía permitirme perderlo, no ahora que sabía que tenía la clave para entender más sobre el mundo sobrenatural que apenas comenzaba a rascar. Necesitaba ese libro, y lo necesitaba pronto.

Mis padres seguían conversando animadamente mientras yo asentía y fingía escuchar. Miraba el reloj de vez en cuando, contando los minutos para poder escapar a la biblioteca. La casa se sentía como una prisión en ese momento, y aunque la biblioteca no era un lugar precisamente emocionante, al menos allí podría planear mi próximo paso.

Al terminar el desayuno, me despedí de mis padres y me dirigí hacia la biblioteca, tratando de disfrutar del paseo matutino. El aire fresco me despejaba un poco la mente, pero el libro seguía martillando en mi cabeza. Cada paso que daba me acercaba más a la idea de regresar a la casa abandonada. No podía dejarlo ahí, no cuando ya había visto lo que contenía, lo que podía ofrecerme. Alexander había despertado algo en mí, algo que no podía simplemente ignorar.

Llegué a la biblioteca y saludé a los pocos clientes habituales que ya estaban allí, listos para sumergirse en sus propios mundos de papel. Mientras ordenaba algunos libros y limpiaba el mostrador, mis pensamientos seguían regresando a las runas. El día avanzaba lentamente, cada hora arrastrándose mientras yo intentaba distraerme con las tareas del trabajo. Pero no importaba cuántos libros organizara o cuántas sonrisas forzadas les diera a los clientes, mi mente seguía atada a ese libro y a lo que podría significar para mí.

Sabía que tenía que volver por él. La pregunta no era si lo haría, sino cuándo. Tenía que planear bien mis movimientos, asegurarme de que nadie me siguiera. Mi amuleto me protegería, al menos un poco, pero algo en mi interior me decía que necesitaba más. Alexander no había aparecido en mis sueños, pero su presencia aún pesaba sobre mí, como una sombra en el borde de mi visión.

Suspiré y me obligué a concentrarme en lo que tenía frente a mí: una pila de libros desordenados que necesitaban ser acomodados. Pero incluso mientras mis manos trabajaban, mi mente estaba ya en el bosque, con el libro de runas y todas las respuestas que me debía. La sensación de peligro estaba ahí, pero también lo estaba la certeza de que era un riesgo que valía la pena. Tenía que arriesgarme. Y esta vez, no iba a quedarme con los brazos cruzados.

Me quedé hasta el final del día en la biblioteca, mirando la luz del sol desvanecerse tras las ventanas. Mientras cerraba y apagaba las luces, un impulso incontrolable se apoderó de mí. No podía irme a casa, no todavía. Mi mente seguía atormentada por el libro de runas que había dejado en la cabaña cerca del bosque. Tenía que volver por él, aunque fuera para asegurarme de que seguía allí. Algo me decía que ese libro era más importante de lo que había imaginado, una llave a secretos que apenas comenzaba a descubrir.

Caminé rápido, casi corriendo, el frío ni el miedo que siempre había sentido por ese lugar; solo quería recuperar el libro y asegurarme de que nadie más lo tuviera. Cuando llegué a la cabaña, el corazón me latía con fuerza en el pecho, un tamborileo constante que no podía calmar. Empujé la puerta con decisión y entré, esperando ver el viejo volumen allí, sobre la mesa cubierta de polvo donde lo había dejado con Aixa.

Pero no estaba.

Mi mente comenzó a girar en círculos, tratando de recordar si acaso lo había movido, si alguien más podría haberlo encontrado. ¿Aixa? No, ella nunca se lo llevaría sin decirme. Busqué por toda la cabaña, abriendo cajones, levantando muebles viejos y tirando lo que quedaba de escombros en mi camino. Pero no había rastro del libro. La desesperación empezó a instalarse en mi pecho, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que el control se me escapaba entre los dedos.

Intenté salir, pero la puerta se quedó atascada. La empujé con fuerza, golpeándola con el hombro, pero no se movió ni un centímetro. Miré la ventana como alternativa, pero estaba firmemente cerrada, y tampoco se abría. Mi corazón empezó a latir más rápido, cada latido más pesado y aterrador. No había nadie a quien gritarle por ayuda, lo sabía. Estaba sola en medio del bosque, atrapada en una cabaña que comenzaba a oler a miedo y desesperanza.

El aire empezó a tornarse denso, sofocante, y de repente todo a mi alrededor comenzó a oscurecerse. Las paredes, el suelo, el techo; todo se volvió negro como la tinta derramándose lentamente, engullendo cada rincón de la cabaña. Un escalofrío recorrió mi espalda y lo supe: las sombras habían vuelto. Me quedé paralizada por un instante, tratando de encontrar la calma mientras sentía que mi respiración se hacía más pesada. Me acurruqué en un rincón, agarrando con fuerza mi amuleto de plata, rezando para que me protegiera como lo había hecho antes.

Las sombras comenzaron a materializarse en formas monstruosas, oscuras y retorcidas. Algunas eran figuras incomprensibles, tan distorsionadas que dolía mirarlas. Otras tenían forma de lobos, con ojos brillantes que relucían como brasas ardientes en la oscuridad. Y algunas se asemejaban a personas, pero sus rostros eran huecos y vacíos, sombras de lo que alguna vez pudieron haber sido. El olor que desprendían era nauseabundo, como a carne podrida y muerte, y los sonidos que hacían eran peores: gruñidos, siseos, y un susurro constante que se mezclaba con un coro de risas distorsionadas y burlonas.

Las sombras se acercaban, rodeándome lentamente. Yo quería decirme que no tenía miedo, pero mentiría si lo hiciera. El pánico estaba ahí, tan presente como mi propia respiración acelerada. Apreté mi amuleto con todas mis fuerzas, cerrando los ojos con la esperanza de que todo fuera un mal sueño. Las sombras parecían disfrutar de mi miedo; podía sentirlo en los sonidos guturales y retorcidos que hacían. Mi mente estaba en blanco, el pánico me había dejado inmóvil. Quise gritar, pero mi voz se quedó atrapada en mi garganta, incapaz de salir.

En un impulso desesperado, agarré mi amuleto con más fuerza y, de repente, una luz plateada emanó de él, atravesando mis manos como un rayo de luna. Sentí la energía fluir hacia mis dedos, y antes de que pudiera detenerme, dirigí esa luz hacia las sombras. Algunas se retorcieron y se desvanecieron, otras solo parecían debilitarse, pero seguían allí, acechando. El miedo no me dejaba pensar, solo reaccionar, así que seguí canalizando la luz desde mis manos, lanzándola con desesperación contra todo lo que se moviera en esa oscuridad.

Mi mente recordó fragmentos del libro, palabras que no comprendía del todo, pero que parecían cobrar sentido en ese momento. Las pronuncié con la voz temblorosa, pero segura:

**"Lügh talrak marithû..."**

La cabaña resonó con mi voz y, de pronto, la luz se intensificó, expulsando a las sombras en todas direcciones. Algunas se desvanecieron por completo, dejando rastros de polvo y un olor fétido a muerte. Caí de rodillas, mi cuerpo agotado y tembloroso. Me quedé allí, con la vista borrosa, intentando procesar lo que acababa de suceder. Quería llorar, gritar, pero no me quedaban fuerzas para nada.

Todo se volvió negro y lo último que sentí fue el frío del suelo contra mi piel antes de que mi conciencia se desvaneciera, arrastrándome hacia una oscuridad diferente, una que no sabía si sería capaz de escapar.

Luna de AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora