¿Exiliada?

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El frío de la noche era implacable, pero no tanto como la atmósfera que se había instalado en la manada después del incidente en la sala del consejo. Aurora apenas había salido de la casa de Alexander, encerrada en sus pensamientos, tratando de entender lo que había ocurrido y cómo había perdido el control.

Se sentía traicionada por sus propios poderes, como si estos respondieran a un lado oscuro que no conocía, un lado que la manada temía más de lo que ella misma había considerado. Esa luz dorada, esa furia desatada, no solo había asustado a los líderes, sino también a ella misma. Y aunque Alexander intentaba reconfortarla, podía sentir la tensión en su tacto, la incertidumbre en sus palabras, como si incluso él comenzara a dudar.

Sentada junto a la ventana, mirando las estrellas que se desvanecían entre las nubes, escuchó unos pasos acercarse. La puerta se abrió y Alexander entró en silencio, con el rostro endurecido por lo que parecía ser una mezcla de preocupación y decisión.

—Tenemos que hablar —dijo, su tono más frío de lo que Aurora hubiera esperado.

Ella asintió, sabiendo que lo que vendría no sería fácil. —¿Qué ha decidido el consejo?

Alexander caminó hacia ella, pero se detuvo antes de acercarse demasiado. Era como si hubiera una barrera invisible entre ambos, una distancia que no se medía en metros, sino en emociones no dichas.

—Han decidido que… —hizo una pausa, como si las palabras le pesaran—. Que no puedes quedarte en la manada hasta que logres controlar tus poderes.

El mundo de Aurora se tambaleó ante esa declaración. Era lo que temía, pero escucharlo en voz alta lo hacía aún más real, más devastador. Su corazón latía con fuerza mientras intentaba procesar la noticia.

—¿Qué? ¿Me están echando? —preguntó, su voz rota por la incredulidad.

—No es tan simple. Necesitan… pruebas. Quieren que vayas con la manada de los lobos del sur. Allí hay alguien que puede ayudarte a controlar tu magia. Si puedes dominar tus poderes, entonces… entonces podrás volver. —La voz de Alexander estaba cargada de una mezcla de esperanza y resignación.

Aurora se puso de pie, su cuerpo temblando no solo de ira, sino de dolor. —¿Y tú qué dices? ¿Qué opinas tú de todo esto, Alexander? ¿También crees que soy una amenaza?

—No es lo que creo —respondió, dando un paso hacia ella—. Es lo que ellos ven, lo que sienten. Tú viste lo que pasó en el consejo. Estabas fuera de control, Aurora. Casi… casi los matas.

—¡Pero no lo hice! —gritó ella, las lágrimas luchando por salir de sus ojos—. No quería hacerles daño, solo… solo quería que me escucharan, que dejaran de tratarme como una extraña, como un peligro.

—Lo sé, Aurora. Lo sé. Pero tienes que entender algo —Alexander la miró, su mirada oscura y seria—. Yo soy el alfa. Tengo que proteger a la manada, incluso si eso significa tomar decisiones que… que no quiero tomar. Esta no es solo tu lucha. También es la mía.

Aurora se quedó en silencio, sintiendo que su mundo se desmoronaba. La persona en la que más confiaba, la persona que la había prometido proteger, ahora parecía distanciarse. No era un distanciamiento físico, sino algo mucho peor: emocional.

—Entonces, ¿me estás diciendo que me vaya? —susurró, con la voz apenas perceptible.

Alexander cerró los ojos un segundo, como si esas palabras lo golpearan con fuerza. —Estoy diciéndote que confíes en mí. Ve, aprende a controlar tu poder. Y luego vuelve. Te esperaré.

Aurora dio un paso atrás, asombrada por lo que estaba escuchando. —¿Y si no puedo hacerlo? ¿Y si nunca logro controlar lo que soy?

El silencio que siguió fue ensordecedor. Alexander no tenía una respuesta para eso, y en ese vacío, Aurora sintió que se hundía más en el abismo de la incertidumbre.

Finalmente, Alexander habló, su voz apenas un susurro. —Tienes que hacerlo. No hay otra opción.

Aurora apartó la mirada, sintiendo una mezcla de dolor y furia. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo, después de todo lo que había luchado por ser parte de la manada, ahora se encontraba más sola que nunca?

—¿Y cuándo debo irme? —preguntó, su voz fría, distante.

—Mañana al amanecer —respondió Alexander, sin mirarla a los ojos.

Aurora asintió lentamente, su mente llena de pensamientos caóticos. Sin decir una palabra más, salió de la cabaña, necesitaba el aire, necesitaba escapar del dolor que la consumía. Las lágrimas que tanto había intentado contener finalmente cayeron por sus mejillas mientras corría hacia el bosque.

Allí, en la soledad de los árboles, gritó. Gritó de frustración, de impotencia, de desesperación. La magia dentro de ella chisporroteaba, pero no la dejó salir. No esta vez. No quería darle razón al miedo de los demás. No quería convertirse en el monstruo que temían.

Caída de rodillas sobre el suelo, se dio cuenta de una cosa: Si quería volver, si quería ser aceptada, tendría que enfrentar no solo a la manada, sino a sí misma.

Luna de AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora