1.- GUN

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Me estaba muriendo. No había estado más seguro de nada en mi vida.
Mientras estaba sentado en el callejón, mirando la sucia pared de ladrillos manchados con sustancias que prefería no imaginar, me pregunté si este era el lugar en el que iba a suceder.

Mi estómago dio un fuerte gruñido, pero en lugar de sentir hambre, era el dolor lo que consumía. Mis labios temblaron, y me encogí sobre mí mismo, poniendo los brazos alrededor de mis piernas dobladas y apoyando la frente en mis rodillas. Fue entonces, escondido de las miradas indiscretas de los espectadores, que lloré.
El calor de las lágrimas que derramaba apenas era un consuelo para mí. Sin embargo, esto me hacía saber que todavía sentía algo. Cualquier cosa.

Me estaba muriendo de hambre, literalmente. Hacía días que no comía nada. La semana pasada había estado tan desesperado que comí de la basura. Mi desesperación se volvió arrepentimiento en cuestión de horas. Mi estómago enfermó por la comida rancia, y vomité hasta que estaba más vacío de lo que había estado antes. No me arriesgaría de nuevo. No valía la pena.
Ya ni siquiera sentía desanimo. Sentía desesperación.
No estaba listo para aceptar mi destino. Me di cuenta en completa calma que me convertiría en nada más que una estadística si no hacía algo con mi situación actual.

El primer punto en mi lista: Encontrar comida.
Era tarde. Los sonidos de las calles de la ciudad se fueron calmando, y muchas de las tiendas que veía desde mi posición habían apagado sus neones. Necesitaba moverme rápidamente si quería tener alguna posibilidad de encontrar algo para comer.

Saqué el espejo compacto del bolsillo de mi abrigo y me limpié las manchas de rímel, que llevaba desde hacía tres días, de debajo de los ojos. No necesitaba ese espejo para saber que estaba pálido y que mis mejillas estaban hundidas. Me sentía como un esqueleto andante. Y también parecía uno. Mi clavícula sobresalía con dureza, mis hombros eran puntiagudos y mis pómulos parecían lo suficientemente afilados como para cortar. Podía esconder mi cuerpo debajo del abrigo que me habían dado en el refugio, pero no podía esconder mi rostro.
Cualquiera podía ver que estaba escuálido.
Envolví mis brazos alrededor de mí mismo, de mi cuerpo constantemente frío, y salí del callejón. No tuve que caminar mucho antes de ver un recipiente de espuma de polietileno en una de las mesas exteriores de un restaurante que ya había cerrado.
Con los ojos en el premio, mi estómago rugió de emoción mientras caminaba casualmente hacia él. Cuando llegué, sentí que alguien me miraba. Levanté la cara para ver a un muchacho joven, de no más de dieciséis años, mirándome.
Quise llorar tan pronto como me di cuenta de que se parecía mucho a mí...
delgado, sucio y hambriento. Sabía lo que se sentía tener hambre. Había estado hambriento desde hacía años. Me miró un buen rato antes de mover sus ojos al contenedor.
No pude hacerlo. No podría quitárselo. Y podría hacerlo. Soy rápido corriendo.
En cambio, sentí el cosquilleo familiar detrás de los ojos y la nariz cuando sacudí mi barbilla hacia al recipiente y sonreí.
Se quedó allí, con aspecto cansado, abatido y con arañazos en sus brazos.
Ninguno de los dos se movió. Un momento de optimismo se disparó a través de mí. Si él no iba a tomarlo, lo haría yo.
Finalmente, dio un paso hacia adelante, y habló al abrir el recipiente. —Podemos compartir.
Ambos miramos hacia abajo para ver lo que había dentro y mi corazón se hundió. Unas patatas fritas rígidas aplastadas en la parte inferior de la caja, así como bocadillo duro y unas hojas marchitas de lechuga marrón.

El niño, que parecía enojado consigo mismo por ofrecer parte de su ridículo premio, sostuvo la caja hacia mí. Y no pude evitar sonreír. Era curioso cómo las personas que no tenían nada ofrecerían todo para aquellos que lo necesitan, y como las personas que tenían todo tipo de comodidades apenas ofrecían nada a las personas que lo necesitaban.
Mi estómago gruñó enfadado pero sonreí al muchacho. Podría mentir a través de esta sonrisa. —No gracias. No tengo hambre.
La inclinación de su frente me dijo que no me creyó, pero se encogió de hombros y se alejó con la caja, dejándome solo arrepentido de mi decisión.
Dios, eres estúpido.

Asentí lentamente para mí mismo. Ya lo sabía.
Mis pies entumecidos me llevaron tres cuadras más antes de llegar hasta un bar de sándwich que estaba cerrando. Un hombre de corto cabello castaño apilaba sillas fuera de la tienda y las empujaba para cerrar la puerta. —Espera —llamé, echando a correr.
El hombre frunció el ceño hacia mí, mientras sus ojos oscuros escudriñaban cada uno de mis movimientos. —¿Qué? Está cerrado.
Bajé los ojos y hablé en voz baja. —Lamento molestarlo, señor. Me preguntaba si tendría cualquier alimento que estuviera a punto de tirar. —Miré hacia él—. Cualquier cosa. No soy muy delicado. —¿Tienes hambre? —Él frunció el ceño y su labio se encrespó—. Consigue un trabajo.
La puerta se movió para cerrarse por segunda vez y entrando en pánico puse un pie en su camino. Mis ojos se abrieron sorprendidos por mi movimiento audaz. Esto no era como yo solía ser. La puerta se detuvo un par de centímetros antes de cerrarse, y el hombre bajó la mirada hacia mi pie antes de mirar hacia mí y fruncir el ceño. —¿Debo patearte el culo, chico? Mueve tu pie o te voy a romper la maldita cosa.

Mis labios temblaban mientras mi visión se ponía borrosa. —Tengo tanta hambre. Por favor —le supliqué—. Por favor.
Su ceño fruncido desapareció un momento para estudiar mi cara. Abrió la puerta unos pocos centímetros antes de mirar a ambos lados de la calle.
—¿Quieres comida?
Asentí con entusiasmo.
Se inclinó un poco hacia mí y me dijo:
—Chúpame la polla y conseguirás comida.
No creía que fuera posible, pero palidecí aún más. Luego susurré: —Sólo quiero algo de comer. No tiene que ser mucho. Yo-yo —tartamudeé—. No quiero hacer eso. Por favor.
Su ceño fruncido regresó, más duro que antes. —Obviamente no estás lo suficientemente hambriento. —Hizo un gesto con la barbilla hacia la calle—. ¡Lárgate de aquí, perra!
Cuando cerró la puerta, bloqueándola, entré en pánico en toda regla y mi estómago giró violentamente. Me lancé contra la puerta de cristal, golpeando mis puños contra ella hasta que mis nudillos palpitaban dolorosamente. Mi voz se quebró mientras lloraba silenciosamente, lágrimas de arrepentimiento deslizándose por mis mejillas.

—¡Por favor! ¡L-lo siento! ¡Lo haré! —Pero el hombre desapareció al entrar en el cuarto de atrás, apagando las luces detrás de él.
Mis hombros temblaban mientras sollozaba en completo silencio.
Enfadado conmigo mismo, grité rotamente:
—¡Lo haré, maldita sea!
Y golpeé mi puño contra el cristal.
Pero la puerta permaneció cerrada. Me deslicé por la puerta de cristal hasta sentarme en el cemento helado de la acera, llorando débilmente. Mi cabeza latía, estaba hambrienta, abatida, y humillada. Mis lágrimas se detuvieron de repente cuando cerré los ojos y me di cuenta de que mi situación era mucho peor de lo que pensaba.
Estaba oficialmente en un mínimo histórico. Pero no por mucho tiempo. Estaba desesperado, y la desesperación era un maldito buen motivador.

 Estaba desesperado, y la desesperación era un maldito buen motivador

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