PERDONA NUESTRO PECADOS (2/3)

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—Al final le quitó los dedos de coño, se lo lamió con celeridad, se lo volvió a frotar con la palma de la mano y la hermana Lucy le dijo: —¡Me corro, hija de Satanás!

—¿Eso dijo?

—Sí padre, y viendo cómo se sacudía me entró el mal de San Víctor y con él se me estremeció el cuerpo al tiempo que sentía un tremendo placer y oriné por mí, padre, oriné, pero mis pantaletas no se mojaron con orina, ya que metí una mano para colocar bien las pataletas y me salió llena de babitas.

— Hermana. Usted se corrió— le dijo el Padre.

—¿Se le llama así al placer que sentí?

— Exactamente. Así se le llama.

El cura le preguntó a la monja: —¿Le comió la hermana Lucy la vagina a la hermana Jenny?

—No, padre, cómo tardaba en llevarlas de vuelta, dos hermanas vinieron a buscarnos. Oí como hablaban. Las hermanas Lucy y Jenny también las oyeron, tomaron sus ropas a toda prisa y salieron corriendo. Yo fui al encuentro de las hermanas Celestine y Clarise para darles tiempo a que se vistieran. Al encontrarlas nos saludamos haciendo una reverencia, y después me dijo la hermana Clarise:

—Vuelva al convento que ya nos encargamos nosotras de buscar a las hermanas.

Regresando al convento me encontré de frente con la hermana Iris Estaba llorando. Al estar a su lado le pregunté: —¿Qué te pasa? — Me abrazó, al mirarme le sequé las lágrimas con mis dedos. Ella me besó con lengua y después levantó un poco el hábito, se dio la vuelta y echó a correr hacia el convento, diciendo:

—¡Soy mala!

Esa noche en mi celda me quité el hábito y el rosario con el crucifijo, me metí en la cama solo con las medias y a cofia puesta, flexioné las rodillas, abrí las piernas, mi mano bajó hasta mis pantaletas y blancas y acaricié mi vagina con la palma de mi mano, cómo le hiciera la hermana Jenny a la hermana Lucy. Los pezones se me pusieron duros, me saqué las pantaletas y después acaricié mi intimidad que ya estaba mojada. Como mis dedos se metían debajo de mi trasero, uno de ellos acariciaba mi ano y me gustaba mucho. Me tapé la boca con la otra mano porque necesitaba gemir y no quería que Iris me oyera en la celda de al lado. Estaba tan caliente que poco después me corrí mejor que las hermanas Jenny y Lucy, ya que ellas no habían eyaculado y yo lo hice. Luego con la espalda apoyada en la cabecera de la cama y la cabeza cubierta con la cofia apoyada en la pared quise meter dos dedos en mi vagina.

El cura estaba gozando al oírla.

—¡Qué bien suena la palabra vagina en su boca, hermana!

—¿A qué viene eso, padre?

—Tranquila, soy demasiado viejo para ciertas cosas. ¿Dónde aprendiste a masturbarte?

—La masturbación es pecado.

—Pues pecaste bien, hija.

—¿Al copiar lo que les vi hacer a las hermanas Jenny y Lucy me estaba masturbando?

—Sí, hija, sí.

—¡Dios Mío! ¿Por qué todo lo que da placer es pecado, padre?

—Eso mismo me preguntó yo. Siga contando, hermana.

—Pues cómo le decía, con la mano derecha llena de jugos blancos y espesos quise meter dos dedos en mi vagina cómo le veía hacer a las hermanas, pero no me cabía, así que metí uno, el dedo medio, y me di placer con él. Con la otra mano acaricié mis pequeñas tetas y poco más tarde sintiendo mis propios gemidos me subió otra vez el hormigueó y me volví a correr.

—Te hiciste una manuela deliciosa.

—¿Cómo?, ¿Manuela?

—Sí, es otro nombre de la masturbación femenina. Te masturbaste deliciosamente.

—Deliciosa es la hermana Iris

El cura quería más.

—Cuenta.

—Pues, una noche entró en mi celda y me confesé, le dije: —Tengo un problema con una hermana. Nunca me había sentido así.

—¿Sientes mariposas en el estómago? —me preguntó.

—Si.

—¿Tiene ganas de estar con ella?

—Sí.

— ¿La desea y tiene ganas de acariciarla?"

—Sí.

—A mí me pasa lo mismo.

Me tomó una mano, me la acarició mirándome a los ojos. Después me agarró la barbilla y con sus labios a milímetros de los míos me dijo: —¿Quiere que le dé placer?

—Sí— susurré mientras sentía cómo mi intimidad me mojaba las bragas. Sus labios se unieron a los míos en un beso de amor, a ese beso siguió otro y otro, y entonces su lengua entró en mi boca. Fue algo maravilloso, gemí cuando su lengua rozó mi lengua, ella acariciaba mi mejilla, me besaba, me miraba a los ojos. —Eres la mujer más bella y sensual que he conocido. —me dijo mientras me quitaba la cofia.

Me besó y lamió mi cuello, mi oreja, me mordió en el lóbulo y luego susurró: —¿Quieres que te lleve al cielo?

Asentí con la cabeza, mientras una de sus manos se metía entre mis piernas. Me acarició mi vagina por encima de las medias blancas y me susurró palabras tiernas al oído. Me besaba en la boca y me lamía el cuello, yo ya no paraba de gemir.

Besándome me echó hacia atrás sobre la cama, acarició mis senos  y me las mordió por encima del hábito. Me abrí de piernas y volvió a acariciarme. La humedad ya había traspasado mis bragas blancas y mojó los cuatro dedos que movía alrededor de mi intimidad, besó mi barriguita, el interior de mis muslos entre las medias y las bragas metió un dedo debajo de las bragas y acarició con un dedo mi clítoris, después cogió la goma de mis bragas, creí que me las iba a quitar, pero las bajó un poquito y después las subió tirando de la goma y apretando su mano contra mi vagina. Me miró a los ojos y subió y bajó la braga apretando la mano contra mi varias veces, luego la apartó para un lado y me preguntó:

—¿Te vas a correr para mí?"

—Sí, le dije entre gemidos.

— Va a ser bonito sentir cómo te corres.

Tres dedos de su mano derecha se movieron en círculos sobre mi punto de locura, sentí que estaba muy cerca de correrme y cuando su lengua lamió mi clítoris me corrí en su boca. Me corrí temblando y gimiendo cómo una loca con el placer que sentí.

El cura que estaba disfrutando al oír a aquella linda muñequita con su hábito de monja, me preguntó:

—¿La hizo correr solo una vez, hermana?

—No, padre, me corrí más veces, pero ya sabe lo que pasó. No creo que haga falta que le cuente más.

Al viejo cura no se le levantaba su miembro, pero la tenía mojada, cosa que hace mucho tiempo no le pasaba. No podía consentir que dejara la confesión a medias. Así que me dijo: — Tengo que saberlo todo. Continúa, hija.

—Es que recordando me estoy mojando, padre.

—Eso muy rico y no es pecado, hija.

—Si usted lo dice...

—Sí, lo digo.

La monja continuó confesándose.

(...)

Censurado Vol. 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora