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Era una tarde cálida y tranquila en la pequeña villa, el cielo despejado y un sol radiante que iluminaba cada rincón del lugar. Takemichi se encontraba sentado en el porche de su casa, disfrutando de la brisa suave que acariciaba su rostro. En sus brazos, Shinichiro dormía plácidamente, envuelto en una pequeña manta, su respiración lenta y tranquila, mientras Bruce, su fiel perro, descansaba a sus pies. La vida en ese rincón del mundo había comenzado a encontrar un equilibrio.

El jardín frente a la casa florecía con colores vibrantes: las flores de lavanda se mecían suavemente con el viento, mientras un par de mariposas revoloteaban de flor en flor. La pequeña casita que Takemichi y Manjiro habían llamado hogar se había convertido en un refugio de paz para ellos y su hijo. Aunque las cicatrices del pasado seguían ahí, cada día que pasaba les permitía sanar un poco más, rodeados por la tranquilidad de su nuevo entorno.

- Este lugar siempre me hace sentir en paz -murmuró Takemichi, hablando en voz baja, más para sí mismo que para alguien en particular. Manjiro, que estaba a su lado, miraba el horizonte, sus pensamientos viajando a tiempos más difíciles, pero con la misma sensación de calma que ahora compartía con Takemichi.

- Sí, es como si todo lo malo quedara atrás aquí -respondió Manjiro, recostándose en el suelo de madera del porche, cerrando los ojos por un momento-. Nunca pensé que podría sentir algo así de nuevo, pero... estar aquí, contigo y con Shinichiro, lo cambia todo.

Takemichi lo observó, una pequeña sonrisa asomando en sus labios. A pesar de todo lo que habían pasado, había algo profundamente satisfactorio en ver a Manjiro relajado, en saber que estaban construyendo algo juntos, aunque su relación hubiera comenzado en circunstancias caóticas y dolorosas. Shinichiro había sido la luz que los unió, la razón por la que ambos habían decidido intentarlo de nuevo, y ahora ese pequeño ser se había convertido en el centro de sus vidas.

- Shinichiro te adora -dijo Takemichi en tono bajo, mirando al bebé que dormía pacíficamente en sus brazos-. Cada vez que te escucha, sonríe. Sabe que eres su padre.

Manjiro abrió los ojos y sonrió levemente.

- Es curioso, ¿no? Nunca pensé que sería padre. Y mucho menos que encontraría paz en algo tan simple como esto -susurró-. Solía pensar que todo en la vida tenía que ser una lucha. Pero contigo... las cosas han cambiado.

Takemichi asintió, su corazón latiendo con una mezcla de emociones. Los recuerdos de los tiempos difíciles seguían presentes, pero ya no dolían tanto como antes. Ahora, en su pequeña casita, sentía que había esperanza. Manjiro había cambiado, lo sabía. Ya no era el hombre frío y distante que lo había dejado solo. Ahora, parecía haber algo más profundo, una conexión que no se había roto del todo.

Mientras continuaban hablando en voz baja, el sol comenzó a ponerse, tiñendo el cielo de tonos rosados y naranjas. La casa, con su estructura modesta pero acogedora, brillaba bajo la luz dorada del atardecer. Todo parecía perfecto en ese momento, como si el universo les hubiera dado un respiro después de tanto caos.

Pero en medio de esa tranquilidad, algo inesperado comenzó a suceder. Un leve crujido se escuchó desde dentro de la casa. Al principio, Takemichi pensó que solo era el viento, pero luego el sonido se hizo más fuerte, como si las paredes estuvieran quejándose de algún peso que llevaban mucho tiempo soportando.

- ¿Escuchaste eso? -preguntó Takemichi, mirando a Manjiro con una ceja levantada.

- Sí, pero no parece nada grave -respondió Manjiro, encogiéndose de hombros-. Quizás sea solo la madera del techo, a veces se expande con el calor.

Takemichi asintió, pero algo en su interior le decía que algo no estaba bien. Decidió entrar a la casa para revisar, dejando a Shinichiro con Manjiro por un momento. Al cruzar el umbral, se dio cuenta de que el crujido venía del suelo. Caminó lentamente por la sala, observando el techo y las paredes, buscando alguna señal de lo que estaba causando ese ruido.

De repente, un pequeño trozo de yeso cayó del techo, justo delante de él.

- ¡Manjiro! -gritó Takemichi, alarmado-. ¡Creo que hay algo mal con la casa!

Manjiro se levantó rápidamente, dejando a Shinichiro en su cuna, y entró a la casa con rapidez. Miró el techo y las paredes, notando que pequeñas grietas comenzaban a formarse a lo largo de las vigas de madera.

- No puede ser... -murmuró, frunciendo el ceño-. Esta casa ha estado aquí durante años, no pensé que algo así pudiera pasar tan pronto.

- ¿Crees que se está derrumbando? -preguntó Takemichi, con el corazón acelerado.

- No lo sé, pero no quiero arriesgarnos. Saquemos a Shinichiro y salgamos por si acaso.

Ambos salieron de la casa apresuradamente, con Shinichiro en brazos y Bruce trotando detrás de ellos. Desde afuera, observaron cómo las grietas en la estructura de la casa se hacían más evidentes. Era como si el tiempo hubiera alcanzado finalmente a ese pequeño refugio, desgastando sus cimientos poco a poco.

Takemichi sintió una punzada de tristeza en su pecho. **Esa casa había sido su hogar**, el lugar donde había comenzado a reconstruir su vida con Manjiro y su hijo. Verla desmoronarse, aunque lentamente, era como ver una parte de su nueva vida desvanecerse.

- Es solo una casa -dijo Manjiro en voz baja, colocando una mano en el hombro de Takemichi-. Podemos construir otra. Lo importante es que estamos juntos, ¿no?

Takemichi lo miró, con lágrimas en los ojos. Asintió, aunque una parte de él no podía evitar sentir que perder esa casa era más simbólico de lo que parecía.

- Lo sé -murmuró-. Pero... es que esta casa significaba mucho. Era el primer lugar donde realmente me sentí en paz contigo.

Manjiro lo abrazó, sosteniendo a Shinichiro con una mano mientras acariciaba la espalda de Takemichi con la otra.

- Lo sé -dijo suavemente-. Pero la paz que encontramos aquí no está en las paredes ni en el techo. Está en nosotros. Y mientras estemos juntos, podemos encontrarla en cualquier lugar.

Takemichi se permitió sonreír a través de las lágrimas. **Manjiro tenía razón**. La verdadera paz estaba en su familia, en el amor que habían aprendido a compartir, en las pequeñas cosas que hacían que cada día fuera especial. La casa había sido solo el escenario de ese crecimiento, pero lo que realmente importaba era que ellos habían cambiado, y eso no podía derrumbarse.

Mientras la luz del atardecer se desvanecía y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, Takemichi, Manjiro, y Shinichiro se quedaron juntos, abrazados frente a lo que una vez fue su hogar, sabiendo que, pase lo que pase, siempre encontrarían la manera de seguir adelante.

El Amor De madre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora