Y UNOS CARAMELOS PARA LA GARGANTA

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Durante los dos días en Roma, Ares y yo aprovechamos cada rincón de la ciudad. Caminamos por el Coliseo, el Vaticano, la Fontana di Trevi, y hasta paseamos por la Piazza Navona. Pero además del turismo, hubo un lugar que se convirtió en nuestro refugio: la piscina privada de nuestra habitación. No me podía quejar de tener un hotel tan impresionante a nuestra disposición, y Ares se encargó de asegurarse de que lo aprovecháramos bien.

—Este hotel es un lujo, Brook. —Ares comentó mientras recogíamos nuestras cosas para marcharnos. Me miraba con esa media sonrisa suya que siempre sabía cómo encenderme.

—Lo mejor de todo es que Eros nos ha dejado su suite —le respondí, guiñándole un ojo. Sabía exactamente a dónde se dirigía esa conversación.

Ares se echó a reír, dejando una camiseta sobre la cama antes de girarse hacia mí. Se acercó despacio, ese andar confiado y provocador que siempre me desarma.

—Pues creo que la hemos mancillado un poco, ¿no crees? —dijo, soltando una carcajada baja mientras me rodeaba con sus brazos. La cercanía de su cuerpo me hizo temblar ligeramente.

—Creo que la hemos aprovechado muy, muy bien —le susurré, mordiendo mi labio mientras su mirada se oscurecía. Ares deslizó una mano hacia mi cintura, apretándome contra él, y yo sentí cómo el calor de su cuerpo traspasaba la tela de mi ropa.

—Demasiado bien, diría yo. —Su voz era un susurro grave y cargado de intención, mientras sus manos bajaban por mi espalda, recorriendo mi piel con suavidad pero firmeza. Su toque me hacía arder por dentro.

—Tanto que quizá tengamos que dejar una nota de advertencia para la próxima vez que usen esta habitación... —le respondí entre risas, intentando mantener la calma a pesar de la intensidad del momento. Ares acercó su boca a mi cuello, dejando un rastro de besos que me hicieron cerrar los ojos y suspirar profundamente.

—¿Una advertencia? Más bien un recuerdo de lo que pasó aquí —murmuró, sus labios rozando mi oreja mientras sus manos seguían explorando mi cuerpo.

—Te gusta dejar huella, ¿eh? —susurré, mordiéndome el labio mientras sus manos deslizaban por debajo de mi camiseta.

—No imaginas cuánto fiera —dijo antes de atraparme en un beso, profundo y hambriento, que dejó claro que esos dos días en Roma no serían olvidados fácilmente.

—Pues no va a poder ser, nos esperan para comer —dije, intentando no caer en la tentación mientras le daba un pequeño empujón en el pecho. Ares soltó un bufido, claramente frustrado.

—Y tenemos que llegar a tiempo —añadió él, resignado, mientras se apartaba un poco, aunque su mano seguía en mi cintura, como si le costara separarse del todo.

—Sí, así que venga, termina de hacer tu maleta —le recordé, sonriendo divertida al ver su expresión. Sabía lo poco que le gustaba tener que frenar cuando las cosas se ponían interesantes.

Ares dejó escapar un suspiro, y con una última caricia en mi cadera, se giró hacia su maleta.

—No sé cómo lo haces, pero siempre me cortas el rollo justo en el mejor momento —bromeó mientras metía la ropa en la maleta de manera algo desordenada.

—Alguien tiene que mantener el control —le respondí, riendo suavemente mientras yo también comenzaba a recoger lo que me faltaba.

—Ya... Pero no te acostumbres —dijo, mirándome por encima del hombro con una sonrisa traviesa. Sabía perfectamente que en cuanto acabáramos de comer, intentaría retomar donde lo habíamos dejado.

—Oh, lo tengo claro —dije, acercándome a la puerta con la maleta en la mano, echándole una última mirada divertida—. Pero ahora, a correr si no quieres llegar tarde.

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