Paulatino: Que procede, obra o se produce despacio o lentamente.

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Mara, la esposa del segundo hermano en su trigésima tercera vida, ya sabía todo lo que tenía que saber. Aceptó todo lo que el hombre le dijo y dio por sentado que era verdad cuando apareció en su puerta tantos años atrás. Él parecía conocer a fondo a su familia: sus aspiraciones, deseos, sus gustos, aficiones y miedos. Mara estaba tan sorprendida que, aunque el hombre fue claro al decirle que no la amaba, sino que la necesitaba y que ella era importante para él, aceptó adentrarse en ese camino extraño y desquiciado.Su familia había llegado a Guayaquil hace apenas tres generaciones, como muchos otros, en busca de un futuro mejor. Los negocios que habían emprendido no resultaron como esperaban, y el futuro, que alguna vez se veía prometedor, se tornó más oscuro que la tierra de la que provenían.


El joven le prometió que la trataría bien y que nunca le faltaría nada. También le confesó que tenía un problema que resolver y que ella era clave para lograrlo, pero le pidió que lo dejara tranquilo con sus investigaciones y viajes. A pesar de tener varios hermanos, le dijo que era fundamental que tuvieran dos hijos, un niño y una niña, aunque no sabía cuándo sucedería. Le aseguró que, si ella no estaba a gusto, una vez que los dos pequeños llegaran, él le daría libertad.Además, le dijo que podía hacer lo que quisiera, siempre y cuando le comunicara lo que estaba sucediendo: "Controlar todas las variables", le explicó. Mara aceptó bajo una sola condición: saldar la deuda de su familia. Con eso, ella se pondría de su lado.Se casaron casi en secreto, en una noche sin luna, tan oscura que a Mara le dio miedo. Viajaron hasta el fondo del manglar, donde una anciana los esperaba para llevar a cabo la ceremonia que los uniría. La anciana apartó a Mara, la miró con el ceño fruncido y luego inclinó la cabeza como si escuchara noticias en el éter. El ceño desapareció, dejando paso a una amplia sonrisa.—Tú también mereces ser feliz —dijo la anciana, inclinando la cabeza en señal de respeto—. Gracias por ayudar. Llegará un día en que él conocerá el amor de su vida y tú también conocerás el tuyo. No tengas prisa; las aguas mansas parecen no correr, pero tienen una fuerza increíble. —La anciana la miró con ojos enigmáticos—. Despacio, paulatinamente, formarán una familia, aprenderán a quererse, pero también encontrarán el amor verdadero, y en ese momento, será tu decisión romper tu propia rueda de sufrimiento y la de él.


La anciana suspiró, agotada.—Es una carga pesada la que llevas sobre tus hombros, pero tienes la fuerza suficiente. Agradezco que hayas llegado a su vida —le sonrió por última vez—. Recuerda que con amor puedes lograr mucho más de lo que imaginas. Acepta con alegría y sé libre, hija mía —dijo antes de despedirse con una última mirada, desapareciendo en la sombra en dirección a su casita, más adentro en el manglar.Las palabras enigmáticas de la anciana resonaron en el interior de Mara. Todo ocurrió como ella había dicho: los niños llegaron y, con ellos, Mara tuvo la libertad que le había sido prometida. Vivió como quiso, sin volverse caprichosa ni engreída; más bien, se la consideraba excesivamente compasiva y generosa, una mujer de gran valor y digna de admiración. Un día, saliendo de una de las actividades caritativas en las que participaba, conoció a un hombre de sonrisa brillante que la desarmó al instante. Pero ya no era la niña ilusa del comienzo de esta historia.


No se dejó seducir de inmediato; se tomó su tiempo, lenta y cautelosamente, hasta que reconoció que estaba enamorada. Su corazón cálido y cariñoso bailó en su pecho. Finalmente, estaba enamorada y era correspondida. Puso a prueba al hombre de todas las maneras posibles, investigó a fondo, e incluso su esposo lo investigó. Todas las pruebas fueron positivas: este era el hombre que había estado esperando.Cuando el segundo hermano fue a ver a Mara para confesarle que estaba enamorado, ella respondió de igual manera. Después de tantos años juntos, el afecto y el cariño entre ellos eran sinceros. Habían logrado construir una relación sin miedos ni secretos. No hubo rencor ni dolor en su separación. Ambos conversaron durante horas sobre cómo manejar todo lo que compartían y las tareas que aún debían resolver. Al final, se dieron uno de los abrazos más sinceros que jamás habían compartido. Con lágrimas en los ojos, dijeron adiós a un capítulo de sus vidas, pero no a la presencia del otro. Permanecerían juntos hasta terminar su cruzada; la promesa se mantendría.


En el altar dentro de la cueva oscura, la segunda rueda cayó al suelo, rompiéndose en pedazos. La mujer incomprendida gritó su dolor y rabia.

Camino de agua y FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora