La máscara de Alejandro

646 71 36
                                    

Museo Arqueologico Nacional

Daniel Sagu había terminado de instalar el sistema de poleas automático antes de abrir con sigilo la trampilla circular en el suelo. Desde allí, su mirada se fijó en el solitario y dorado objetivo en el medio de la sala acorazada bajo sus pies: una máscara de oro, reluciente y majestuosa.

Con precisión meticulosa, se colocó el pasamontañas y ajustó el arnés de las poleas a su cintura, verificando que el anclaje estuviera bien fijado a una robusta barra de hierro en lo alto. Tomó una larga y lenta respiración, sintiendo cómo sus latidos se apaciguaban, adiestrando su cuerpo a la concentración necesaria.

Cuando se sintió en perfecta calma y serenidad consigo mismo, se lanzó por la trampilla al interior de la cámara. Su cuerpo descendía en horizontal, con una velocidad controlada gracias a las poleas.

Al alcanzar la altura de la máscara, pulsó el botón de freno y su descenso se detuvo de forma abrupta, dejándolo suspendido al lado de su objetivo.

Alargó la mano.

Justo cuando sus dedos rozaban la superficie dorada, las cuerdas cedieron de repente y su cuerpo cayó medio metro en un tirón violento, deteniéndose de golpe. Instintivamente, abrió los brazos, intentando estabilizarse sin alterar el delicado equilibrio del sistema.

Miró hacia arriba, asegurándose de que todo siguiera en su lugar. Fue entonces cuando lo vio: un tornillo de la barra de hierro comenzó a desprenderse, cayendo en un descenso lento pero mortal hacia el suelo. Daniel intentó atraparlo en el aire, estirando el brazo en un reflejo desesperado. Lo rozó apenas, pero el tornillo escapó de sus dedos y golpeó el suelo con un leve pero fatídico impacto.

El piso detectó la presión y la alarma se disparó, rompiendo la quietud de la cámara con un estridente alarido. La máscara se replegó bajo un escudo blanco que le servía de soporte muestrario, y las rejillas de ventilación parecieron absorber el aire. Sin perder un segundo, apretó el botón de retorno; las poleas tiraron de él, elevándolo rápidamente hacia la salida. Pero la trampilla, accionada por el sistema de seguridad, se cerró de golpe, dejándolo atrapado a tres metros del suelo, colgando.

—Juanjo, esto se pone feo —alertó a través de su reloj, observando en un pequeño panel de la sala, cómo el nivel de oxígeno descendía en picado—. Dime que Chiara no está ocupada...

——

En ese momento, ElectroPlanet

—Quiero que me enseñes, Chiara —Jana se apoyó en el mostrador, pronunciando su nombre con una suavidad que rozaba lo sensual.

—¿Ah, sí? Fíjate... — la inglesa cayó en el juego con una sonrisa—. Supongo que te refieres al ancestral arte de la venta, pero te advierto —dijo, bajando un poco la voz y manteniendo la mirada—, el camino a la sabiduría informática es largo y traicionero.

—No importa —rió maravillada con el encanto de la ojiverde—. Por cierto, ¿qué tal si me llevas a una instalación?

—Oye, para el carro. Antes de correr, hay que aprender a gatear, pequeña saltamontes.

—Muy bien, entonces tal vez debería ir con Lucas... los dos bien apretaditos en el mini coche de la empresa... —arqueó una ceja con una sonrisa socarrona.

—Está bien, novata. La próxima vez vienes conmigo —accedió, sin poder contener la sonrisa de boba que le iluminó el rostro. Ambas quedaron inmersas en esa pequeña batalla de miradas hasta que Chiara notó una figura familiar acercándose con paso firme y el ceño fruncido.

—Dame un segundo, ahora vuelvo —murmuró, dejándola momentáneamente para hablar con Violeta.—¿Qué pasa? Estoy ocupada —intentó sonar neutral, pero el tono salió más brusco de lo que pretendía.

LA ESPÍA QUE ME ENAMORÓ // KIVIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora