La puerta de mi casa se abrió con un golpe seco, y yo entré, cerrando la puerta detrás de mí con un clic fuerte que resonó en el silencio de la casa, y envolviéndome en una sensación de irritación y frustración.
Mi rostro estaba húmedo por la lluvia, y mis ojos estaban enrojecidos por la rabia y la tristeza. Me quité el abrigo empapado y lo lancé sobre el respaldo de una silla, largando insultos en voz baja.
El ambiente de la casa se sentía pesado y opresivo, como si el silencio mismo fuera una carga que me aplastaba. Solo necesitaba dormir, y olvidarme de que había madrugado para encontrarme con alguien que no valía la pena.
Subí las escaleras, sintiendo el sonido amplificado de mis pisadas. El silencio era extraño, como si la casa misma estuviera esperando a que yo hiciera algo, a que yo rompiera el hechizo que la mantenía en silencio.
Llegué al final de las escaleras y me detuve, mirando hacia la puerta de mi habitación. Tenía un mal presentimiento, una sensación rara que me recorría la espalda y que me decía que debía mantenerme alerta.
Abrí la puerta de mi cuarto y me recibió un olor fuerte y penetrante, a cosas quemadas y a cuero. El aroma era intenso y me hizo arrugar la nariz, pero no me detuvo. Me concentré en sacarme las botas empapadas, que habían estado absorbiendo el agua de la lluvia durante todo el camino a casa.
Me agaché para desatar las botas, sintiendo un dolor intenso en la planta de los pies que me impedía seguir caminando. Cuando me enderecé y subí la mirada, me encontré con una imagen que me hizo contener la respiración.
En el medio de la habitación, había un gran pentagrama dibujado en el suelo con algo negro quemado. Las líneas del pentagrama eran perfectas, como si hubieran sido dibujadas por una mano experta. Alrededor del pentagrama, había velas de cera negra, que estaban recientemente apagadas.
Fruncí el ceño y dejé de querer quitarme el calzado. Recorrí la habitación con la mirada, fijándola en la cama y en las personas que la ocupaban. Mateo, en su forma demoniaca, estaba acostado, con una expresión de excitación en su rostro.
Lo acompañaban dos mujeres, o al menos parecían serlo, pero había algo en ellas que no parecía completamente humano. Su piel tenía un tono rojizo intenso, como si estuvieran hechas del mismo fuego. Sus ojos oscuros como la noche, observaban al morocho, ignorando mi presencia. Ambas criaturas tenían el pelo negro, largo y algo despeinado.
Sus rostros eran hermosos, pero también parecían estar tallados en la piedra, con facciones duras y angulares. Sus labios eran rojos y carnosos. Una de ellas lamía la piel de Mateo, dejándome ver que tenían una lengua parecida a la de una serpiente.
Tenían cuerpos curvilíneos y claramente, seductores. Piernas y brazos largos, de cintura pequeña aunque tenían grandes caderas, además de una cola que les salía de la espalda baja que tenía una punta igual a la de una flecha.
Una de ellas estaba sentada sobre el ojimarron, dándome la espalda a mí. Se movía lentamente mientras que la otra, arrodillada a su izquierda, besaba al morocho y le mordía el labio. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda al ver la escena. Quería huir, escapar de ese lugar lo más rápido posible.
Sentía el cuerpo tenso, aunque estaba lista para salir corriendo, pero cuando quise hacerlo mi pie se tropezó con el marco de la puerta, haciendo que mi bota se saliera y chocara contra el suelo, produciendo un ruido fuerte que resonó en la habitación.
El estruendo hizo que Mateo se diera cuenta de mi presencia. Se separó de aquella femenina que lo besaba y se sentó en la cama, mirándome con una sonrisa soberbia.
— Siempre inoportunos los humanos — palmeó la cadera de la mujer que se encontraba sobre él como señal para que se quitara. Ella se levantó revelando que, a diferencia de la otra, tenía grandes cuernos de color negro que se extendían hacia atrás por encima de su cabeza.