EL CHICO QUE NO PODÍA CONSERVAR EL AMOR

113 9 5
                                    


Muchos dicen que el Distrito más alejado del lujo del Capitolio es el 12, algunos que el 11, pero quienes han viajado a través todo Panem saben que la respuesta correcta es el Distrito 8.

Hileras e hileras de casas grises tan estrechas, que podrían confundirse con bodegas, y tan similares entre sí, que no era extraño regresar de madrugada, cansado por el trabajo y estar a punto de entrar por una puerta que no era la tuya. Y en medio de todo ese gris monótono, una fábrica igual de gris, rodeada de una espesa capa de humo que hacía toser a los forasteros, los locales ya estaban acostumbrados. Al fin y al cabo, todos trabajaban en esa misma fábrica.

Dentro de ese edificio todo era metal y máquinas descomunales, operadas por personas en su mono gris de trabajo y el ceño fruncido, sus rostros apenas visibles entre el humo y las sombras que producían las lámparas de luz blanca en el altísimo techo. Vistos así, tampoco habrías distinguido uno de otro, y mucho menos habrías mirado hacia abajo y visto la pequeña figura, delgada y enjuta que cosía arduamente.

Aún en las condiciones de pobreza del distrito, era poco común que un niño tan pequeño se viera forzado a trabajar en la fábrica de trajes para los agentes de la paz, pero el pequeño Wolf Copperflake estaba solo en el mundo desde que había tenido memoria, no había nadie más que trabajaría para mantenerlo, así que desde que pudo manejar una máquina de coser, ese había sido su hogar después de la escuela. La señora Tansee Bellmark, la directora de la fábrica, lo dejaba dormir en una de las bodegas junto al área de tintura, que era una de las más silenciosas; comían juntos, lo ayudaba con sus deberes; todas las clases estaban relacionadas con la fabricación de textiles, así que muy pronto fue el mejor de la clase.

Le mostró todos los trucos detrás del gran negocio, del cual ella no se beneficiaba tanto como el Capitolio, pero por alguna extraña razón, confiaba en que Wolf llegaría mucho más lejos que ella algún día.

Se expresaba con propiedad, demasiado para un niño de su edad, leía todos los manuales disponibles en la fábrica cuando se aburría, y soñaba. Soñaba con convertirse en un agente de la paz, usar un traje blanco e impoluto como los que ayudaba a confeccionar, ponerse el casco reluciente y portar el arma con orgullo.

- Debes prepararte, para cuando vengan los reclutadores – le decía la estricta Tansee Bellmark, mirándolo por encima de sus lentes cuadrados– trabaja en tu postura, como lo practicamos, y habla adecuadamente, que no quiero que seas como esos salvajes indignos del uniforme.

Y él la escuchaba, porque su palabra era la ley.

Pasaba horas con la espalda pegada a la pared, erguido hasta que le dolían los huesos, aprendía palabras nuevas en los manuales y alguno que otro libro que le prestaban sus profesores, orgullosos de tener un estudiante tan dedicado.

Wolf Copperflake estaba convencido de que su vida estaba definida desde el momento en que nació, y la parte más emocionante de ella sería convertirse en un agente de la paz, avanzar de ser quien fabricaba los uniformes a quien los vestía, salir de la fábrica... si estiraba los dedos hacia el cielo casi podía sentir lo grande que quería ser, lo mucho que llegaría a poseer, lo que la gente lo respetaría.

Y quizá ese hubiera sido su destino, si no hubiera sido por esa tarde de verano, cuando Wolf tenía doce años y escuchó un familiar golpe contra la ventana que daba a la bodega donde dormía. Salió con un suspiro, a tiempo para ver los últimos espasmos del ave que acababa de golpear contra la ventana, se dispuso a ir por la escoba y el recogedor para otorgar al ave su último descanso en el cubo de basura, cuando una voz a sus espaldas llamó su atención.

- ¿Puedo ayudar? – Wolf se giró para encontrarse con la niña más bonita que jamás hubiera visto. Tendría unos años menos que él, de cabello rubio tan claro, que podría haberse confundido con el blanco, mejillas sonrosadas y unos ojos del color del cielo en las tardes ventosas, cuando el humo se despejaba y la gente miraba hacia arriba por primera vez en meses, felices de observar un retazo de aquello que usualmente se perdían.

EL TRIBUTO| Los Juegos Del Hambre (SEGUNDA Y TERCERA PARTE)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora