XLVII

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Jeonghan se encontraba en el hogar de sus padres, una visita que no se repetía con frecuencia. No los había visto desde que se fue a Jeonju, y ahora que su madre había insistido en que volviera, no pudo negarse.

La relación de Jeonghan con sus padres siempre había sido... complicada. Los quería, por supuesto, pero las constantes ausencias y desatenciones durante su niñez habían dejado una huella difícil de borrar. Con los años, la distancia emocional se había vuelto más evidente. Estaba allí más cortesía que por un deseo genuino de acercarse.

—Me alegra que hayas vuelto, ya me estaba preocupando —comentó su madre, riendo suavemente mientras tomaba un sorbo de su té—. Tu abuela me dijo algo raro, algo como que te gustaba ese pueblito.

Jeonghan no pudo evitar tensarse un poco al escuchar la mención de Jeonju. Aun así, se apresuró a morder una galleta de la mesa, buscando una excusa para no entrar de inmediato en la conversación.

—Sí, me gusta —respondió con una calma que no correspondía con lo que sentía—. Es un lugar agradable.

Su madre hizo una mueca de incredulidad.

—¿Agradable? —repitió, con una ligera risa burlona—. Por favor, ese lugar está lleno de bichos, polvo y olor a animales. ¿Cómo podría ser agradable?

Jeonghan respiró hondo. Aunque, en su interior, él mismo había tenido dudas sobre la vida en el campo al principio, algo lo impulsaba a defender ese lugar que, de alguna forma, le había ofrecido algo que la ciudad nunca pudo darle.

—Es donde creció mi abuela —dijo, buscando darle una explicación que, esperaba, no fuera tomada a la ligera.

Su madre dejó la taza con un gesto de desdén, como si no estuviera dispuesta a entender.

—Da igual, no entiendo por qué tu abuela quiso mudarse allí de nuevo. ¡Podría vivir aquí, en una casa decente, en lugar de ese... cuchitril!

Jeonghan exhaló por la nariz, tratando de mantener la compostura.

—Es solo que no estás acostumbrada a una vida así. Yo me adapté. Y de hecho, me gustó vivir allí.

Su madre lo miró como si no pudiera entender lo que acababa de decir.

—Yoon Jeonghan, no me digas que... —se detuvo, la incredulidad evidente en su rostro— ¿pensabas quedarte en ese pueblito en medio de la nada?

El padre de Jeonghan, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, intercambió una mirada cansada con su esposa, como pidiendo paz. No estaba dispuesto a entrar en la discusión.

Jeonghan se tomó un momento para calmarse antes de responder, desviando la mirada y tomando un sorbo de su té. Sabía que mentir no serviría; su madre lo sabría.

—Solo... fue un pensamiento —murmuró, casi inaudible.

Su madre pareció dar un paso atrás, llevándose las manos al rostro, casi horrorizada.

—¡No puede ser! —exclamó, como si hubiera escuchado la peor blasfemia—. Estuviste allí tres meses y casi te convierten. ¿Eso es lo que hace ese lugar? ¡Lavarle el cerebro a la gente!

El padre de Jeonghan, visiblemente incómodo, le lanzó una mirada a su esposa, como si tratara de frenar la situación, pero ella no estaba dispuesta a callar.

—¡Por lo menos entraste en razón! —dijo, sirviéndose más té, con la misma actitud tajante—. Imagínate si te hubieras quedado allí. ¿Qué iba a ser de tu carrera? ¿Cómo te ganarías la vida? ¿Sembrando plantas? No lo entiendo, Jeonghan, ¿cómo pudiste siquiera pensarlo?

▸ Verano en Jeonju ៸៸ 𝙅𝙚𝙤𝙣𝙜𝘾𝙝𝙚𝙤𝙡Donde viven las historias. Descúbrelo ahora