17 | Un día perdido en el tiempo

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10 de febrero

Si tuviera que elegir una fecha que marcara el momento en el que mi vida se hizo miserable, sería hoy.

Hace demasiado frío, pero no me interesa ahora mismo, vengo aquí cada año y siempre siento el aire helado chocar contra mi rostro mientras observo las luces de los edificio que circundan el mío. Solo quiero un poco de tranquilidad y aire fresco, pero la ciudad es un poco una contradicción de eso, con toda la contaminación sonora que generan los coches en las calles y las conversaciones a gritos de las personas.

La azotea de mi edificio no me da por completo lo que estoy buscando, pero me conformo igualmente.

Un día como hoy, hace varios años atrás, el cáncer se llevaba a mi madre de este mundo, dejándome completamente sola en él. La adaptación es parte de vivir, por lo que hoy no duele tanto su pérdida como dolió cuando tenía siete años, y me siento un poco menos sola de lo que me sentí en ese momento. Pero sigue sin ser un día fácil.

Daría toda mi vida por un segundo más con ella, para que me dijera que, tal vez, la forma en la que elegí encaminar mi vida no le parece un desastre. Un segundo para poder abrazarla por última vez.

Muchas veces desperdicié mi tiempo pensando en cómo hubiera sido todo si ella nunca se hubiera enfermado y todavía estuviera viva. Aunque sé que no se vive de fantasías, sé que todo estaría mucho mejor con ella aquí.

Tal vez mis hermanos y yo no estaríamos tan enfadados con el destino. Tal vez no hubiéramos sido niños que se vieron obligados a crecer de un día para otro, tal vez hubiéramos sido un poco más felices. Porque ella era mágica.

Me gusta recordarla en los días antes de que enfermara. Ella amaba nuestra casa, el campo, cuidar del jardín y los animales. Nos animaba a pasar tiempo con mis hermanos, resolviendo enigmas que ella misma creaba a modo de juego, que solo podíamos hacer trabajando en equipo.

Los sábados eran los días felices, en los que nos preguntaba a cada uno qué queríamos comer y, sin importar si debía cocinar tres platos distintos, cada uno obtenía lo que quería. Ella lo hacía todo desde el corazón, como si ser madre no fuera una tarea u obligación, sino algo que llenaba su alma y el pago por darnos cada cosa que queríamos fuera nuestra felicidad.

La extrañé tanto cuando no estuvo más allí, el mundo perdió mucho color cuando ella se apagó. Pasé de vivir a sobrevivir, mientras papá trabajaba todo el día y Theo se las ingeniaba para cocinar cosas que en realidad no sabía hacer.

La extraño tanto ahora, pero me duele más mi yo pequeña que debió crecer sin una madre que la peinara para ir a la escuela, sin tener a quién contarle cómo fue su primer beso, la primera vez que un chico le gustó y cuando tuvo que vivir su primera desilusión. Hubo tantas cosas que me gustaría haber vivido con ella y pensar en eso me inunda de una profunda tristeza.

Tal vez por eso no quiero ser madre. Si me muriera, no podría dejar a un niño sin una mamá para acompañarlo en el mundo.

Un ruido a mi espalda me hace girar mi cabeza para ver quién ha subido hasta aquí. No sería la primera vez que ocurre que alguno de mis vecinos interrumpe mi soledad, pero sí es la primera vez que me toca cruzarlo a él aquí.

Marco cierra la puerta que conduce a las escaleras sin percatarse de que no está solo y yo no hago nada por darme a conocer. Me quedo en mi lugar junto a la barandilla que separa mi cuerpo de una caída libre de no quiero pensar cuántos metros. Está mirando algo en su teléfono y el viento revuelve sus rizos en cualquier dirección, dándole el aspecto despreocupado que luce siempre, que no le sienta mal.

Viste ropa casual, unos joggers con una sudadera con capucha, como si hubiera estado en su apartamento y luego subió aquí quién sabe por qué razón.

Dulce Amor NavideñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora