23| Noah

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Narra Laura








Me encuentro algo aturdida y desorientada. Al abrir los ojos, la luz que hay a mi alrededor me los daño y tengo que cerrarlos rápidamente. Despacio muevo mi cuerpo, pero siento mis músculos entumecidos y apenas puedo moverlos un par de centímetros. Vuelvo a intentar abrir los ojos y esta vez consigo mantenerlos un poco abierto, pero en seguida los cierro al sentirlos pesados. Gruño al verme incapaz de abrir los ojos o moverme, ¿qué narices me ocurre?

—Tranquila, no hagas esfuerzos, hace poco que has dado a luz, no te presiones —me dice una voz dulce, pero autoritaria que reconozco fácilmente.

Comienzo a recordarlo todo: las contracciones, romper aguas y llamar a mis familiares y amigos —incluso a Marcos — para que vinieran a ayudarme, pero nadie me cogía el móvil; recuerdo también el sentimiento de soledad y las lágrimas derramadas al pensar que nadie estaría conmigo en ese momento tan importante; la llamada de Alan, quien me «salvó» de esa soledad y me llevo al hospital, dónde estuvo acompañándome durante casi diez horas hasta que por fin me llevaron al paritorio; los dolores eran indescriptibles, ni siquiera la epidural podía calmarlos, pero valió la pena porque tras muchas lágrimas, sudor y gritos agónicos de puro dolor, pude escuchar el llanto de mi bebé..., de mi pequeño Noah.

Abro los ojos rápidamente, sin importar dañármelos, y le busco por la habitación. Pero no le veo, tampoco le escucho, y eso le hace entrar en pánico, ¿dónde está mi bebé?

El rubio intenta contenerme cuando ve que me estoy sentado y que pretendo ponerme de pie. Sus brazos se enrollan en mi cintura impidiéndome poner un paso fuera de la cama, pero no ejerce demasiada fuerza, imagino que para no hacerme daño. La preocupación es tanta que comienzo a llorar.

—¿D... Dónde está? —pregunto ansiosa entre sollozos.

—Está bien, tranquila, pero tienes que tumbarte —me indica de forma calmada y pacífica.

Asiento con la cabeza y con cuidado, y su ayuda, me tumbo de nuevo en la cama. El rubio limpia algunas de las lágrimas que se han quedado en mis mejillas y me dedica una pequeña sonrisa. La tranquilidad vuelve a mí al verle tan despreocupado, no finge estar feliz, por lo que mi hijo debe de estar bien. Le veo caminar hacia la pared de enfrente, dónde hay una especie de telefonillo. Él presiona el botón rojo que hay en él y al cabo de unos segundos la voz de una mujer se hace presente. Alan le indica que yo ya estoy despierta y que si pueden traer a mi bebé. Eso último hace que me ponga muy feliz.

—¿Le has visto ya? —le pregunto a Alan cuando se sienta en el sofá azul, el cual sigue al lado de la cama.

Él asiente con la cabeza.

—Sí, y tengo que decirte que mi ahijado es un niño precioso —me responde orgullo y yo sonrío.

Le pido que me hable de él, de que pasó después de que yo me desmayara —porque eso fue lo que ocurrió en cuanto di a luz a mi pequeño Noah — y de si está todo perfecto en él. Alan, con mucho gusto, comienza a relatarme lo que una de las enfermeras le había dicho. Según dice, después del parto, y tras cortarle el cordón umbilical, le limpiaron del líquido amniótico con agua caliente; tras la limpia procedieron a limpiar sus conductos respiratorios para extraer las secreciones que pudieron quedarse dentro y, por último, le hicieron la prueba de Apgar, la cual consiste en ver su frecuencia cardiaca, respiración, color de piel, tomo muscular y reacción a los estímulos —y, al parecer, Noah lo tenía todo perfecto —; y más tarde le han hecho la primera revisión para determinar el peso, altura y perímetro craneal.

Amándote de nuevo, gilipollas #2 (Editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora