El acto de valentía de Damian en la Corte no silenció los rumores, sino que los avivó. Durante las siguientes semanas, Elizabeth Chevalier, herida en su orgullo, se dedicó a una campaña sutil pero persistente para minar la relación. Susurraba a quien quisiera escuchar que Anya era una oportunista, que la relación era una fase rebelde de Damian y que, tarde o temprano, un Desmond necesitaría a alguien de su mismo nivel.
Sin embargo, cada comentario venenoso solo solidificaba más la determinación de Damian. La gota que colmó el vaso fue un baile de gala benéfico organizado por la propia familia Desmond, el evento social más importante de la temporada.
Anya, con un vestido azul noche que parecía estar salpicado de pequeñas estrellas, estaba radiante. Aferrada al brazo de Damian, bailaba con una sonrisa genuina que hacía que él olvidara por completo la presencia de los demás. Hasta que Elizabeth, con una sonrisa falsa, se interpuso.
—Jeune Monsieur Desmond, ¿me concede este vals? —preguntó, ignorando por completo a Anya—. Las viejas amistades deberían tener su momento, ¿no crees?
Damian, con una frialdad impecable, respondió:
—Mi baile, y todos los que siguen, son para mi novia, Mademoiselle Chevalier. Disculpa.
El desaire fue público. El rostro de Elizabeth palideció y una mueca de rabia distorsionó sus facciones por un segundo. Mientras la orquesta comenzaba una pieza más lenta, ella se acercó a Anya y, con un tono dulce que solo ellas podían oír, susurró:
—Disfruta el momento, ma chère. Es lo único que tendrás. Un hombre como Damian se cansará pronto de una compañía tan... simple. Eres un pasatiempo, un capricho de juventud. Nada más.
Anya no respondió. Solo clavó sus grandes ojos en los de Elizabeth, y en lugar de molestia o tristeza, lo que mostró fue... lástima. Esa mirada fue el detonante final para la orgullosa Chevalier.
Frustrada y humillada, Elizabeth subió de un salto al pequeño podio del director de la orquesta y tomó el micrófono.
—Damas y caballeros —anunció, con una voz temblorosa por la ira—. Perdonen la interrupción, pero no puedo permitir que esta farsa continúe. Estamos siendo testigos de cómo el joven Desmond se deja cegar por una ilusión. ¿De verdad creen que esto es amor? ¡Es una rebelión infantil! ¡Esa chica no es nada, no tiene nada que ofrecerle más que problemas! ¡Despierten, Damian! ¡Ella es muy poca cosa para ti!
Un silencio incómodo y pesado se apoderó del salón. Todos los ojos se volvieron hacia Damian y Anya. Él sintió cómo la mano de ella se aferraba a la suya con fuerza. En ese momento, algo en Damian hizo clic. La paciencia se había agotado. No era suficiente defenderla; tenía que reclamarla ante todos.
Con una calma que contrastaba con el histrionismo de Elizabeth, Damian caminó con determinación hacia el podio. Con una mirada que hizo que Elizabeth retrocediera un paso, le tomó el micrófono de la mano.
—Tienes razón en una cosa, Elizabeth —dijo su voz, amplificada, llenando la sala—. Esto es sobre el amor. Pero no el amor ficticio y interesado que tú conoces.
Respiró hondo y se volvió hacia la multitud, pero su mirada solo buscaba a una persona.
—Sé que soy joven. Muchos dirán que esto es una locura. Pero desde que Anya Forger entró en mi vida con su sonrisa despreocupada y su corazón valiente, nada ha vuelto a ser igual. Ella me enseñó que el coraje no es solo gritar, a veces es sonreír cuando todo es difícil. Me mostró que el mundo es más que protocolos y apellidos. Me salvó de la persona fría y arrogante en la que me estaba convirtiendo.
Su voz se quebró ligeramente, con una emoción tan auténtica que conmovió hasta al más escéptico.
—No quiero esperar. No quiero que nadie más, ni los rumbres ni las malintencionadas, intenten separarnos o hacerla sentir menos de lo que es. La amo. Es simple y es la verdad más grande que conozco.
Entonces, ante el gaspo colectivo de todos los presentes, Damian descendió del podio y se dirigió hacia Anya. Al llegar frente a ella, se arrodilló.
—Anya Forger —dijo, su voz ahora clara y firme, mientras sacaba un pequeño anillo de oro con una esmeralda diminuta que coincidía con su vestido—. Sé que ambos aún no somos tan grandes. Pero desde ahora, no quiero que nadie más se me adelante. ¿Aceptas ser mi futura primera dama oficialmente, ante el mundo entero, y permitirme prometerte que el próximo anillo que te dé será el de compromiso?
Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Anya, pero su sonrisa era la más brillante de la sala. No era una declaración pulida o poética, sino la torpe, temeraria y perfecta declaración de Damian.
—Damián...—exclamó, usando el viejo apodo que lo hacía sonrojar, con la voz entrecortada por la emoción—. Eres tan dramático... Pero sí. Claro que sí. Porque contigo, hasta los dramas son divertidos.
Él deslizó el anillo en su dedo y, al ponerse de pie, la rodeó con un abrazo tan fuerte que la levantó del suelo. Los aplausos estallaron en la sala, ahogando cualquier otro sonido. Elizabeth, con el rostro desencajado por la rabia y la humillación, gritó "¡Esto es ridículo!" y salió corriendo del salón, pero nadie la miró. Todos los ojos estaban puestos en la pareja que, en medio del lujo y la tradición, había elegido escribir su propia historia.
Diez Años Después
La luz del atardecer se colaba por la ventana de una acogedora sala, iluminando dos fotografías enmarcadas sobre la chimenea. Una era de su boda: Anya, con un vestido sencillo pero hermoso, y Damian, con una sonrisa despreocupada y genuina que rara vez se veía en su infancia. La otra era de la noche de la promesa: Damian arrodillado, con el anillo de esmeralda, y la expresión de asombro y felicidad pura en el rostro de Anya.
Un niño de unos seis años, con el cabello oscuro y rebelde de su padre pero los grandes y expresivos ojos verdes de su madre, señaló la foto de la boda.
—Papá, ¿cómo fue que te casaste con mamá? —preguntó con curiosidad.
Damian, ahora un hombre hecho y derecho, sonrió con suavidad y acarició la cabeza de su hijo.
—Fue una decisión muy pensada, hijo. Tu madre siempre tuvo una mente revolucionaria, abierta y afilada. Supe desde muy temprana edad que era la única persona con la que quería construir un futuro.
Anya, que entraba en la sala con una bandeja de té, soltó una carcajada.
—¡Qué poesía, Damian! —dijo, poniendo la bandeja sobre la mesa—. Se te olvida la parte en que eras todo un tsundere, gruñón y rojo como un tomate cada vez que yo me te acercaba. Me llamaba "tonta" más de lo que me llamaba por mi nombre.
El ahora adulto Damian se sonrojó ligeramente, exactamente como en sus días de academia.
—Anya, ¡eso no era necesario! —protestó, avergonzado.
Su hijo los miró reír y abrazarse, y sonrió sin entender completamente la historia, pero sintiendo el amor profundo y duradero que llenaba la habitación. El viaje que comenzó con un puñetazo y un "¡Anya, no llores!" en el patio de la escuela, había culminado no en un palacio de cristal, sino en un hogar lleno de risas, recuerdos y una promesa hecha realidad.
Fin.
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𝐸𝑙 𝑑𝑖𝑙𝑒𝑚𝑎 𝑑𝑒 𝑙𝑜𝑠 𝑑𝑒𝑠𝑚𝑜𝑛𝑑
Fanfiction𝘈𝘯𝘺𝘢 𝘱𝘦𝘯𝘴𝘢𝘣𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘶 𝘳𝘦𝘭𝘢𝘤𝘪𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘯 𝘥𝘢𝘮𝘪𝘢𝘯 𝘦𝘳𝘢 𝘢𝘭𝘨𝘰 𝘪𝘯𝘦𝘴𝘵𝘢𝘣𝘭𝘦 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯 𝘦𝘴𝘵𝘰𝘴 𝘥𝘪𝘢𝘴 𝘭𝘢 𝘤𝘰𝘴𝘢𝘴 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘣𝘢𝘯 𝘴𝘢𝘭𝘪𝘦𝘯𝘥𝘰 𝘮𝘦𝘫𝘰𝘳, 𝘯𝘢𝘥𝘢 𝘮𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘳𝘢 𝘶𝘯 𝘱𝘰�...
