Capítulo 3

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Beckett entró en el restaurante, buscando con la mirada a su amiga. La vio saludándola desde la mesa de la esquina, y se dio cuenta de que era la última de todas. Se apresuró a llegar a la mesa, disculpándose por el retraso:

- Perdonad, me entretuve a la salida del juzgado.

- Sí, sí, sí... Puedes decir que te entretuvieron, guapa. – dijo Lanie, divertida. Beckett la miró, entrecerrando los ojos, intentando averiguar cómo lo sabía. – Nena, el juzgado estaba lleno de cámaras dispuestas a pillar una exclusiva de Richard Castle.

- Mierda... - masculló al darse cuenta de aquel detalle.

- Eso lo dices ahora, señorita, pero no mientras te daba un beso, ¿eh? – intervino su madre, dándole un suave codazo a la anonadada detective.

- ¿¡Qué?! – exclamó, demasiado alto. Varias cabezas se giraron a mirarla y bajó el tono - ¿Qué? – repitió.

- Vamos, no te hagas la escandalizada, lo hemos visto todo – Lanie señaló con un tenedor lleno de lechuga una televisión con el canal de las noticias puesto. Reconoció la cadena porque hacía media hora, la habían entrevistado a la salida del juzgado.

Se hundió en la silla, tapándose la cara con las manos.

- ¿Cuánto se ha visto? – preguntó, preocupada.

- Nada... Solo tú y él hablando. Ah, y el morreo.

A Beckett se le abrió la boca, intentando recordar algún morreo.

- No me habías contado que os habíais acostado – comentó su madre, con una ceja levantada y aguantando la sonrisa.

- ¡Es que no lo hemos hecho! – Volvió a bajar el tono ante la mirada fulminante de la que parecía una abogada – Me dio un beso en la mejilla, no en los labios.

- Ah, eso lo explica todo – dijo Lanie, intercambiando una mirada cómplice con Johanna Beckett, quien le sonrió.

- ¿Explicar el qué? – preguntó Beckett, perdida.

- Tu... ¿Cómo decirlo para que no enfades? – Ante la mirada molesta de su hija, Johanna contestó directamente – Tu sosería.

Lanie soltó una escandalosa carcajada, ganándose un manotazo de la detective. Esta se concentró por unos segundos en su comida.

- Lo que me faltaba ya... Que vosotras dos – dijo, señalándolas con el tenedor – os aliéis. ¡Menudas sois!

La forense y Johanna compartieron sendas miradas divertidas, sonriendo abiertamente. Entonces, su madre entró en lo que de verdad les interesaba:

- Y... ¿Tienes pensado acostarte con él?

Beckett intentó no escupirle a la de la mesa de al lado el vino, y tragó a duras penas, tosiendo porque se había atragantado con la sorpresa.

- ¿Qu...? – un nuevo ataque de tos impidió que soltara todo lo que quería decir. Su madre le dio suaves palmaditas en la espalda, hasta que Lanie le dijo que no hiciera eso que no era bueno.

Tras un trago de agua, la detective consiguió volver a respirar bien. Se aclaró la garganta, y preguntó con voz calmada:

- ¿De dónde has sacado esa idea? - pero fue Lanie quien contestó:

- Oh, vamos, nena. ¡Es obvio que ese tío te pone!

- ¡Ssshh! Baja el tono – la reprendió Beckett tras ver las miradas curiosas de las mesas vecinas. Lanie hizo un gesto con la mano, como diciendo que daba igual.

- Yo solo digo, hija, que como madre, me preocupa que estés en la treintena y sin pareja. Quiero nietos, ya sabes...

La detective enterró la cara en las manos, maldiciéndose por haber aceptado esa invitación para comer. Gran error juntar a esas dos...

- Entonces... ¿Cuándo es la cita? – preguntó la forense, mientras mordía lo que tenía en el tenedor.

- No hay ninguna cita, no sé qué película os habéis montado.

- ¿Y de qué hablabais pues? Porque hay un momento donde parece que metiste la pata hasta el fondo...

Beckett cerró los ojos, recordándolo.

- Hice una pregunta que no debería haber hecho. Parece que, a pesar de ser un ladrón, tiene remordimientos.

Johanna frunció el ceño, pensando en algo.

- Creo haber leído algo sobre este hombre, algo que me llamó mucho la atención.

Las miradas de ambas amigas se centraron en Johanna, que sacudió la cabeza, sin poder recordarlo.

- Lo buscaré por casa, a ver si no lo tiré.

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Caminé por el oscuro pasillo con el iPhone en una mano y una bolsa en la otra, mirando a los lados mientras buscaba el número 105. Cuando encontré la puerta correcta, dejé la bolsa en el suelo, arrodillándome para buscar lo que necesitaba.

Iluminándome con el móvil, tardé exactamente 15 segundos en doblegar la cerradura de la casa. Guardé las ganzúas en el bolsillo, y cogí la bolsa mientras apagaba el iPhone y lo guardaba. Entré silenciosamente y reprimí un silbido ante la inmensidad del piso. El dueño era un ricachón, compañero mío de partidas de póker, que había comprado todos los pisos del lado izquierdo de esa planta y había derribado las paredes para comunicarlos. Centrándome en el trabajo, coloqué un dispositivo al lado de un enchufe, puenteando la luz y logrando interferir en las cámaras y alarmas de seguridad. Bendita tecnología.

Comprobé que la pistola que llevaba tuviera el cargador lleno de dardos tranquilizantes, y recorrí con cuidado la casa, buscando mi objetivo. Por el camino me encontré con un guarda de seguridad que recorría la casa armado con una linterna y una porra colgada en el cinturón. Reprimí la risa y le disparé. Corrí y le sujeté antes de que cayera al suelo, depositándole yo suavemente para que no hiciera ruido. Comprobando que todo estuviera bien, seguí mi camino.

Disparé a dos guaridas más y al dueño de la casa, por si las moscas. Tras quitarles los dardos y guardarlos en un bolsillo, encontré la urna que buscaba. Por los pasillos había bastantes esculturas y cuadros caros, pero yo tenía un objetivo específico: una estatua del tamaño de mi antebrazo, bañada en oro, y que representaba a un puño sujetando un billete hecho con esmeraldas y diamantes.

Con sumo cuidado, retiré la urna y reemplacé rápidamente la escultura con una piedra, por si había alguna alarma en la base. Guardé el puño en la bolsa, coloqué la urna otra vez y salí del piso silenciosamente, fundiéndome con las sombras de la casa. Ya fuera, me dirigí al lugar de encuentro, donde había quedado con el que quería la obra de arte. Una furgoneta negra se acercó al callejón, iba sin matrícula y con las luces apagadas. Abrieron una ventana y me encontré con el cañón de una pistola apuntándome directamente.

Me bloqueé. Se me olvidó cómo respirar, quién era... Todo. Volví tiempo atrás, al suelo de mi casa, notando la sangre caer por un lado de mi cara y con la camisa empapada en ella, mientras el acero de la bala me quemaba el hombro.

- ¡Entrégame el puño! – volvieron a gritar, haciendo que reaccionara.

Levanté las manos, para tranquilizarles, y extendí la bolsa con la escultura. El cañón de pistola se retiró mientras comprobaban que era la verdadera.

- Un placer hacer negocios contigo.

Me tiraron una bolsa de cuero a la cara mientras daban marcha atrás y salían pitando de allí. Tragué saliva, normalizando los latidos de mi corazón, e inconscientemente, toqué la chapa que llevaba colgada al cuello. Cerré los ojos, conteniendo el dolor y las lágrimas. Me agaché a recoger mi dinero, aspirando el aroma a gasolina y goma quemada que dejaron en el callejón. Con un sonoro suspiro, me quité la máscara de Linterna Verde que usaba en mis trabajos, y me alejé con paso cansado hacia donde había dejado aparcado el coche.


In Dubio Pro ReoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora