Capítulo 12

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Le ofrecí mi brazo para que se agarrara mientras caminábamos por la calle. Ella aceptó, y noté el calor de su cuerpo alcanzar el mío. Tragué saliva, intentando mantener la calma y la mente fría, pero con aquella mujer a mi lado iba a ser difícil. Debería haberle hecho caso cuando me dijo que llevara servilletas, porque... ¡Joder! ¡Qué buena estaba! "Resiste. No pienses en eso" me recordé a mí mismo, luchando por apartar la imagen del cortito vestido de mi cabeza.

- ¿Está muy lejos la discoteca? – preguntó Beckett, girando la cabeza, haciendo lo que se podría denominar como porno con el movimiento de su pelo.

Encogí las manos en puños, luchando contra el cosquilleo que provocaban las ganas de sujetar esos mechones sueltos tras su oreja. Sonreí, divertido.

- ¿Discoteca? Guapa, ¡estamos en Barbados!

- ¿Y? ¿No hay discotecas aquí? – preguntó, mirándome como si estuviera loco.

- Claro que hay, en todos sitios hay, pero no pretendas que te lleve a una discoteca. La fiesta aquí está en los garitos de reggae.

- Perdone usted mi ignorancia, ya veo que está diplomado en "Dónde encontrar la fiesta en Barbados".

- El que se pica, ajos come.

- ¿Qué quieres decir? Yo no me he picado – se defendió.

- Es un dicho español que decía uno de los exnovios de mi madre. Se dedicaba a tocarme las narices todo el día y cuando yo saltaba y respondía, me venía con eso.

- O sea, que aprendiste del mejor. - Solté una carcajada ante su tono irónico.

Le indiqué un camino que se desviaba de la carretera principal y nos encaminamos hacia allí.

- Veo que conoces esto. ¿Saliste mucho la última vez que estuviste aquí?

Mi sonrisa se ensombreció.

- No. – dije un poco bruscamente. Suavicé el tono y le lancé una mirada de disculpa – En mi última visita no tenía el cuerpo para fiesta, andaba hundido en un pozo negro.

Beckett asintió, como si supiera a la perfección a lo que me refería. La miré con notable curiosidad, pero no hice ninguna pregunta. No estábamos preparados para contarnos nuestros secretos. Todavía...

- Aquí es – dije, parándome delante de un local.

Vi la mirada cínica que Beckett dirigía al porche destartalado y la mecedora solitaria que se mecía suavemente, empujada por un señor mayor fumando una pipa mientras miraba hacia las estrellas.

- ¿Aquí?

- Nunca juzgues un libro por su apariencia, detective – le susurré.

- ¿Eso también te lo enseñó el exnovio español? – inquirió ella, enarcando una ceja.

- No. Eso fue mi editora - contesté con una carcajada.

Al entrar, el señor de la mecedora se empujó levemente el borde del sombrero de paja que adornaba su cabeza, a modo de saludo. Alcé una mano y Beckett sonrió de forma insegura. Entramos al pequeño recibidor y ella preguntó:

- ¿Por qué no se oye nada de música?

- Es la calma antes de la tormenta – respondí con una enigmática sonrisa.

- Arg, deja de soltarme refranes – dijo Beckett, molesta. Se adelantó y empujó la única puerta que había en el hall. De repente el estruendo de la música a todo volumen se abrió paso por nuestros oídos y tuve que gritarle para que me oyera.

In Dubio Pro ReoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora