Draco levantó la mano para llamar a la puerta. Esa puerta que lo separaba de una nueva vida. Pero una vez más se detuvo, la mano no llegó a la aldaba, aquella que se burlaba de él con su cabeza de león. Suspiró profundamente y del bolsillo interior de su oscuro saco extrajo una pequeña bolsita de terciopelo, allí guardó el diamante sagrado, el último.
Entonces, tras una extraña floritura de su varita, Draco desapareció.
Ella lo había mirado desde la ventana de su alcoba, desde las penumbras. Esperaba aquel golpe, aquella llamada, nunca llegó. Acarició su amatista, dejó su lugar junto a la ventana que la separaba de su nueva vida y se dirigió a la cama. Ya no se sentía sola. Una tibieza la envolvió, la acompañó. Él, sin estar con ella, aún la cuidaba. Su dragón, su amigo, su nuevo amor.
Caminaba por los oscuros pasillos del hospital mágico y con paso seguro llegó hasta la habitación donde su madre estaba internada, la encontró en compañía de su padre hablando muy juntos y tomados de las manos. Interiormente se emocionó por la imagen y eso le dio el valor necesario para relatarles la historia completa de su amor por Hermione. Se sinceró, aunque su madre ya sabía parte de la historia. Desde su enamoramiento tras el golpe recibido durante su tercer año en Hogwarts, hasta su amor seguro y palpable durante el baile de Navidad en el cuarto año; sus celos por Krum y cada uno de los hombres que se le acercaba, muy bien disimulados tras un aparente odio y rechazo. Entre risas cómplice con su madre les contó lo que amaba verla enojada con él pues entonces estaba seguro que solo estaba enfocada en él. Draco se sentía dueño de sus broncas, reproches y enfados, esos eran solo suyos y así creía que parte de ella estaba con él. Sus lágrimas empezaron a nacer cuando relató su propia tortura, cuando Hermione fue traída a la mansión por primera vez por aquellos carroñeros que él se había encargado de hacerles pagar, y se había negado en reconocerla. Confesó que había preferido morir antes que delatarla. Los gritos de la mujer que entonces amaba, no los había podido alejar de la mente, no había noche en que no los soñara pero solo cuando estaba con ella se sentía reconfortado, podía soportarlos.
Mientras hablaba con sus padres Draco se había mantenido junto a la ventana sosteniendo la cortina observando la tormenta que se había desatado. Cada relámpago iluminaba su rostro impasible y cuando las primeras gotas empezaron a caer se confundieron con sus lágrimas.
Por primera vez estaba abriendo su alma y corazón de hombre. Narcisa lo miraba con un profundo respeto, estaba feliz por él, su eterno niño. Lucius callado y serio, interiormente admiraba la valentía de su hijo por la fidelidad a la única mujer que lo había cautivado desde niño y a quien en un difícil momento de su vida había tenido que renunciar. Pero los Malfoy nunca renuncian, solo esperan el momento oportuno. El de su hijo ya había llegado.
-Mañana salgo de viaje madre- agregó al final de su relato.
-¿Por qué huyes Draco, por qué no lo enfrentas ahora? es lo que siempre quisiste- dijo Narcisa.
Tomó la tibia mano, se sentó a su lado y explicó- tienes toda la razón, como siempre, pero Hermione necesita acostumbrarse a este sentimiento que estoy muy seguro está sintiendo, descubriendo.
-Estás muy seguro de ello Draco- inquirió Lucius.
-Sí señor, muy seguro, la amatista que cuelga de su cuello es de la misma mina desde donde extrajeron la que le regalaste a mi madre cuando se comprometieron.
-¿y los aretes y el anillo, ya los tiene?
-aún no señor, espero el momento oportuno- sonreían cómplices los tres.