Parte 26 - Incómodo.

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-Liz, estás muy delgada.

Suspiré.

-No tienes nada de qué preocuparte, te lo aseguro.

-Sabes que me preocupo de todos modos.

Estaba sentada sobre el sofá con mis piernas extendidas en la mesita que se encontraba frente a éste. Jason se había recostado, apoyando su cabeza sobre mi regazo. De haber tenido el cabello largo aún, lo estaría acariciando, de cualquier forma la sensación de tocar su cabello corto me resultaba igual de placentera.

-¿Quieres que almorcemos para que se te pase la preocupación?

-Quiero que me lo expliques.

Puse mis ojos en blanco y él se removió sobre mí para hacer contacto visual.

-La dieta del doctor, Jay.

-¿Fuiste a verlo nuevamente?

Bueno... tendría que haberlo hecho, pero traté de evitarlo más que nada porque mi pérdida de peso no se debía a su endemoniada dieta.

-Olvídalo -dijo y se puso de pie, dirigiéndose a la cocina.

Pensé que se había enojado, así que lo seguí unos minutos después. Estaba buscando algo en mi refrigerador, y sobre la mesada había una fuente con harina y una botella de aceite. Se puso de pie, dejando la lata de aceitunas, el queso y la salsa de tomate junto a la botella. El simple hecho de que estuviera por cocinar me hizo sonreír de ternura. Si no lo hubiera visto tan concentrado en su tarea, le habría dicho algo, pero mezclaba los ingredientes y amasaba como si estuviera solo o encerrado en una burbuja, así que me recosté sobre el marco de la puerta y me detuve a mirarlo con detalle. Los músculos de sus brazos se relajaban y contraían con cada movimiento, al igual que los de su espalda. La perfección de sus manos cubiertas de harina me hacían pensar en todas las veces que tuve esas manos sobre mi cuerpo, y sonreía por esos recuerdos. Él lo manejaba todo a la perfección, como si se hubiera desenvuelto en mi cocina un millón de veces. Abría puertas, tomaba cosas, ponía, sacaba, mezclaba. No pude evitar pensar en verlo así en unos cuantos años, unos cinco o diez quizás. Tal vez con niños corriendo y gritando a nuestro alrededor, y él regañándolos mientras preparaba la masa.

-¿Vas a quedarte ahí todo el día o piensas ayudarme? -preguntó sin mirarme, pero sonriendo.

Caminé hacia él y me coloqué a su lado, apoyándome sobre la mesada.

-No creo que pueda comer eso -dije simplemente para molestarlo. Lo comería de todas formas aunque fuera lo más dañino del mundo, solo porque él lo había preparado.

-Lo estoy haciendo para mí. A tí te herviré unas verduras y a la cama como la niña enferma que eres -respondió concentrado en la masa haciéndome abrir los ojos y la boca, sorprendida por esa forma de contestarme. Le convenía estar bromeando.

Tomé un poco de harina del paquete y se la arrojé a la cara, que de un momento a otro pasó a ser más blanca que lo normal.

-¡Oye, ¿qué haces?! -gritó riendo y esta vez, sus ojos hicieron contacto con los míos. Brillaban prometiendo venganza.

-Te lo merecías -contesté desafiante entrecerrando mis ojos y sentí un golpe de harina sobre mi rostro, que me provocó un grito agudo-. ¡Has cavado tu propia tumba, Larson! -amenacé, y de un momento a otro, la cocina se convirtió en un campo de batalla en donde reinaban el polvo blanco, los gritos y las risas.

Cada uno con un paquete en la mano, nos encargamos de enharinar absolutamente cada rincón del lugar con nuestra guerra. Llegamos a un punto en el que ya no nos veíamos el uno al otro, así que, al chocarnos, vacié el paquete sobre su cabeza, convirtiéndolo en un muñeco de polvo blanco. Él comenzó a sacudirse, llenándome también de harina, y ambos nos detuvimos asustados cuando escuchamos que alguien se aclaraba la garganta desde la puerta.

Cicatrices (PAUSADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora