Capítulo 21. Paul.

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El doctor especialista comenzó su trabajo tocando mis piernas y revisando cada parte de los músculos que poseía ahí. Dos enfermeras se encontraban a su lado, proporcionándole todos los instrumentos que él pedía. También se hallaba en la habitación el doctor John, quien era el médico con que Michelle trabajaba. Mi Michelle... Oh, el doctor John; ahora que le veía más de cerca se confirmaban todas mis sospechas: era alto en estatura, con los brazos anchos y espalda corpulenta. Una persona muy apuesta a los ojos femeninos, como los de Michelle.

¡Cuánto me molestaba tenerle ahí! Y no era simple molestia sino incómodo. El doctor John era una persona muy refinada y culta, de eso no cabía la menor duda, pese a tener treinta y un años. Yo sabía que se mostraba atento a lo que me sucedía sólo por ser un amigo de Michelle, su enfermera. Aunque su comportamiento con todos los pacientes era el mismo: amistoso y fiable.

En la habitación corría el aire acondicionado a buena temperatura pero todo me resultaba bastante frío. Era la primera vez que asistía a una revisión médica, al menos la que podía recordar ya que la estaba viviendo. Mi cuerpo fue recostado en una camilla y podía mirar lo que sucedía alrededor, sobre todo las expresiones faciales de quienes me atendían. Todo era frío y despedía un olor distinto, de limpieza y detergentes fuertes que se empleaban en el aseo. Cuando el doctor Henry empleó su estetoscopio para escuchar los latidos de mi corazón no pude evitar sentirme nervioso, tanto que las manos y la mitad del cuerpo que podía sentir comenzaron a temblar.

—No te exaltes, muchacho —recuerdo que me dijo el doctor Henry. —Nada malo te estoy haciendo, solo quiero escuchar las palpitaciones de tú corazón.

Después de utilizar su estetoscopio sacó una pequeña lamparilla con la que apuntó a mis pupilas, colocando uno de sus dedos en la parte inferior de cada ojo. Aquello era para saber si padecía de algún daño ó ceguera debido al accidente.

—Dices que sufriste un accidente automovilístico, ¿no es así? —habló.

Asentí. Bueno, al menos eso creía en un noventa por ciento.

—Desde ese entonces no puedo mover las piernas...
—Bueno —dijo él —. Vamos a revisar el por qué.

El doctor Henry cogió un abate lenguas y lo colocó dentro de mi boca. Checó la textura de mi lengua y después sacó el palito ovalado de madera.

—Pues no sufres de vista dañada, y tampoco de otro percance salvo las heridas que están sanando —articuló. —Veamos esas piernas y qué podemos hacer al respecto.

Me dedicó una franca sonrisa y sincera que me sentí en la obligación de devolvérsela. Las dos enfermeras se mostraban comprensivas conmigo, como sí les inspirase demasiada ternura con mis ojos color avellana y mi expresión de extrañeza.

Todo lo que era blanco pronto fue tomando de otro color y, bastaron pocos minutos, para ver al doctor Henry tocándome las piernas. Pero no sentía nada. Veía como hacia él movimientos con sus manos y me daba pellizcos pero era en vano porque nada podía sentirlos.

—¿Cuál es tu nombre, muchacho? - me preguntó el doctor Henry, mientras seguía con mis piernas.
—Ángel —respondí balbuceante. —Me llamo Ángel.

Solté un leve suspiro.

—Y dime Ángel —continuó el médico. —¿Siempre has vivido en Londres?

Me quedé en silencio, no sabía qué contestar porque ni siquiera estaba al tanto de saber mi verdadera residencia.

—Sí —mentí, esperando decir la verdad. No podía dar cuentas de que era un desmemoriado. Al menos no todavía.

El doctor Henry carcajeó ampliamente para después asentir con la cabeza.

—¿Sientes algo, Ángel? —noté que oprimía fuertemente una de mis piernas, más no sentía aquel tacto. Por la presión emergida en sus manos supe que oprimía con fuerza.
—No, doctor —respondí —. Nada...

Volvió a oprimir pero ahora con la otra pierna. Utilizó más brusquedad en el movimiento.

—¿Y ahora?

Volví a negar. Sentí tanta exasperación en ese momento, al no tener sensación alguna en las piernas.

—¡Nada, nada! —grité. —¡No siento ninguna de las piernas, doctor! —dije con desesperación —. Veo que usted hace todo con sus manos pero yo no puedo sentirlo... no en las piernas...

Podía sentir las lágrimas resbalar por mis mejillas.

—Tranquilízate, Ángel —esa voz pertenecía al doctor John. Él estrecho mi hombro derecho y de vuelta miró hacía su compañero de mayor edad, Henry. —Doctor Henry, sugiero que se saquen unas radiografías para comprender la falla de la invalidez del paciente...
—Tiene razón, doctor John. Tengo una ligera sospecha del padecimiento pero antes debo comprobarla —comentó el médico —. Sally, se debe trasladar al paciente al laboratorio ahora.

Volví a la silla de ruedas con la ayuda de los dos médicos presentes y fui trasladado, con ayuda de las enfermeras al laboratorio del hospital. Allí me despoje de la bata color azul pálido y fui sometido a una especie de rayos que filtraron en mí, haciéndome cosquillas. Todo mientras yacía en la cama. Oh, qué cruel estaba siendo el destino conmigo. ¿Qué daños habré causado en el pasado para pagar con esto?

¿Por qué mis penas no podían ser reparadas con pegamento de la felicidad?

Pasaron varios minutos y volví a ponerme la bata. El doctor John fue en busca de Michelle a petición mía. Por el rato, regresé a la silla de ruedas. Cuando Michelle llegó a la sala traía una mirada extraña, llena de confusión. ¿A qué se debía eso?, me preguntaba.

—Enfermera Michelle —habló el doctor Henry. —Me alegra verla, ¿Ángel es pariente suyo?
—Algo así —respondió ella, sonriéndome. —Es una buena persona, doctor Henry.

Él sonrió mientras John cruzaba ambos brazos, sospechoso.

—¿Qué tiene Ángel, doctor? —preguntó Michelle.

El doctor Henry suspiró e inclinó la cabeza.

—No son buenas noticias —soltó él. —Preferiría no entrar en detalles hasta que tenga esas radiografías listas...
—Con todo respeto, doctor —dije, harto, yo. —¡Quiero saberlo! Yo no soy uno de esos pacientes que cree que ustedes, los médicos, son dioses en pedestales a los que no se les puede hacer preguntas. ¿Tengo rota la espalda?, ¿podré volver caminar?, ¿por qué no puedo mover las piernas?, ¡Exijo saberlo sin necesidad de pruebas!

Entonces el doctor Henry habló:

—Los has adivinado, Ángel; te fracturaste la columna vertebral. La lesión ha afectado tú lumbar inferior, de modo que podemos estar agradecidos de que no dañase la parte superior. Puedes usar los brazos con libertad y controlar la vejiga y las funciones intestinales, que por el momento, todavía no funcionan bien.

Hizo una pausa.

—¿La columna vertebral? —Michelle estrechó mis hombros con fuerza, haciéndome sentir tranquilo. —No me diga que quedó aplastada...
—No aplastada, pero sí dañada —dijo a regañadientes el doctor Henry. —Lo suficiente como para dejar paralizadas las piernas de Ángel.

Paralizadas. Lo suficiente para condenarme a una maldita silla de ruedas. Se me hizo un nudo en la garganta. El tono de voz decaído de Michelle y la expresión seria del doctor pronto me hicieron temer sobre lo siguiente que tenía que decir. Un nudo se me formó en la garganta.

—¿Y tengo posibilidades de volver a caminar? —pregunté, con voz temblorosa.
—Has de ser fuerte, Ángel —me dijo el doctor John, acercándose.
—Vives, muchacho —articuló el doctor Henry. —Pero no, me temo que no volverás a caminar.

Inválido. Sentí que todas las esperanzas que había forjado se caían al mar más profundo. De esa manera vi todos aquellos sueños y deseos extinguirse ante la brisa de la cruda realidad. Me sentí desfallecer, como si la vida me arrojase a un poso sin salida. ¡Yo era una inválido, confiando a una maldita silla de ruedas de por vida!

¿Ahora cómo iba a competir con el doctor John? Él me ganaba por mucho... él podía caminar y yo no.

A day in the life (The Beatles)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora