Capítulo 42. Déjalo ser.

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Una noche, en la que Maureen había dejado a los niños más salir otra vez, Ringo se decidió a esperar para enfrentarla cara a cara. Esperó sentado en el sofá principal.

Era una lluviosa noche, donde el aire frío imperaba en la habitación. Ringo, envuelto en una bata de baño roja, miró su reloj, que marcaba las doce y media. Fue entonces cuando la puerta principal se abrió y Maureen ingresó en pasos silenciosos, con sus tacones negros en la mano derecha y las llaves en la mano izquierda. Dejó las llaves en la mesa y encendió la luz. Ringo la miró, de pie; el cabello de su esposa estaba revuelto y ella llevaba puesto un vestido oscuro y algo arrugado de la falda, causando en él un fallo en su respiración.

—Bueno, Mo' —dijo Ringo con su mayor cinismo y dando un aplauso —. Qué linda estás, amor.

Maureen se llevó una mano al pecho. Le sudaba la frente, y su respiración era precipitada.

—Ringo —farfulló —. ¿Están bien los niños?

—¿De verdad te importan ellos? —terció Ringo con los brazos cruzados, inspeccionado la impresión de sorpresa en el rostro de su esposa.

Maureen se acomodó el cabello.

—¿Por qué me miras y hablas de una forma tan distante?, ¿acaso hice algo malo? —dijo.

—Como si de verdad no supieras —lanzó Ringo, tratando de mantenerse sereno —. Huyes de la casa a como se te da la gana, dejando a los niños y después llegas a altas horas de la noche, entrando sigilosa y con la facha de haberte divertido mejor que nadie —Maureen cruzó los brazos, indignada —. Mejor dime, ¿qué hiciste?, ¿qué me haces?, ¿con quién te ves a mis narices?

—¿Quién te crees para hacerte el santo, Richard Starkey? —bufó Maureen —. ¿Quién? Porque sí hablamos de "traiciones", tú eres el menos indicado para hablar. Y no me mires con esos malditos ojos azules característicos de los Starkey. Me debes tanto, Ringo, tanto.

—¿Qué te debo Maureen Cox?, ¿qué te debo? Te ruego que me lo digas —articuló Ringo con dureza —. ¿Te debo que mis hijos no estén con mamá y pasen más ratos con la niñera?, ¿te debo que me conviertas en el chisme de las mucamas?, ¿te debo que me hayas aceptado para ser tu esposo? ¡Dime! —alzó la voz, acercándose a ella con rudeza —. Porque de no ser por mí tú no estarías aquí. Te compré esta maldita casa y soporto que viajes cuando gustas, a donde quieras. Pero no olvides que por mí tienes los lujos y la ropa que quieres, de no ser por mí ¡estarías en tu maldito barrio pobre del que te saqué! ¡Trabajando cada día para pagarte lo mínimo del proletariado!

La mano de Maureen abofeteó la mejilla izquierda de Ringo. Él se sobo la zona mientras ella se erguía sin temor a desafiarlo.

—¡No te permito que me hables de esa manera! —gritó Maureen —. Porque no olvides que tú eras mucho más miserable que yo. ¡Soy la madre de tus hijos!

—¡Pues entonces no olvides que ese es tu lugar! —Ringo le agarró un brazo, jalándola con fuerza —. Eres mía, Maureen, mía. Mi mujer. Cualquiera que se cruce contigo en tu camino siempre me pertenecerás. Incluso sabes que podría tomarte por la fuerza aquí mismo, esta noche y todas las que se me antojen.

Maureen no podía creer las palabras que él pronunciaba. ¡Aquel no era Ringo! Sino un hombre aturdido por la situación y cegado por los celos, haciéndole olvidar todos los buenos hábitos y el adorable respeto que le caracterizaba. De igual forma la señora Starkey consiguió zafarse de la mano de Ringo, y le enfrentó, a pesar de que en sus ojos se reflejaban débiles lágrimas.

A day in the life (The Beatles)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora