Capítulo 36. Las puertas del infierno.

478 51 14
                                    

Entonces sucedió.

Maxwell y William salieron de la casa mediante la puerta trasera y subieron a la furgoneta de vidrios blindados del MI5 que los llevó hasta uno de los tantos cuarteles secretos; aquel era el mismo donde Los Beatles habían sido llevados la primera vez, después de presenciar la muerte de Paul McCartney. Durante el trayecto tanto tío como sobrino permanecieron en silencio. William mantenía los brazos cruzados y el temple preocupado mientras que Maxwell, que iba sentado junto al piloto, tenía los labios fruncidos y la mirada severa.

Al llegar a la "casa" el chofer detuvo la camioneta. Maxwell bajó y, en un movimiento acelerado, jaló por el cuello de la camisa a William cuando éste acababa de cerrar la puerta del auto. Tiraba del pobre muchacho con fuerza, con enojo y rabia pese a que  William desconocía el por qué pero ni siquiera se imaginaba la gravedad del mismo.

Abrieron la puerta e ingresaron. Silver se encontraba mirando por una rabillo de la ventana del hala principal. Iba vestido como un trabajador social y llevaba una peluca de cabellos rizados y lentes ridículos, cosa que a William le pareció extraña. Su tío lo soltó de un azote, causando de casi cayera de bruces al suelo.

―Estimado Jefe Maxwell. Señor McCartney, que agradable sorpresa verlos por estos rumbos ―les saludó Silver. A los ojos de todos, William era Paul McCartney. Únicamente él.

Maxwell se giró en redondo y bufó.

―Deja tus estupideces para otro día, Silver. Dime ahora, ¿dónde diablos está Hammer?

Silver se deshizo de la peluca y se acomodó sus despeinados cabellos.

―Ya viene en camino, tal cual le indiqué. También le ordené que tomará unas fotografías del pequeño problema antes de venir. Señor, al parecer lo que estaba pensando puede tener una gran posibilidad. Hammer vio un hombre en silla de ruedas y dice que era muy parecido a...

―¡Maldita sea! ―gritó Maxwell, interrumpiéndolo. ―¿Dónde está el forense? ―Silver le apuntó hacia el cuarto que estaba al fondo del pasillo derecho. ―¿Está cómo te lo pedí? ―Silver asintió. —Bien. Vayamos allá.

Antes de ir al cuarto, William se interpuso entre Maxwell y Silver. Ambos cruzaron miradas serias.

―¿Qué ocurre? ―preguntó William, preocupado.

Él deseaba correr a su casa en auxilio de Martha, porque era su cachorra quien más lo necesitaba. También porque la fotógrafa americana, la rubia de la sesión de prensa, le había hablado antes para decirle que estaba de paseo por Londres y que ansiaba tanto volver verlo. William le dio la dirección y ella no tardaría en llegar. Algo en los ojos fríos y distantes de Maxwell, su tío, le daba temor, pues sabía que aquella expresión tan ceñuda nunca llevaba a nada bueno.

Maxwell levantó una ceja y carraspeo, tajante.

―Quédate ahí. Tú y yo vamos a hablar seriamente. Y mucho cuidadito en querer escapar, porque tengo vigilada la entrada, ¿me oyes?

William, con los labios oprimidos, asintió levemente. Maxwell le empujó con fuerza, haciéndolo caer sobre un sofá de piel roja y de hule que se encontraba en la sala de espera.

El oficial del MI5 y Silver ingresaron a la pequeña biblioteca del cuartel. Ahí, atado a una silla de madera de cedro, y con la boca sellada por un pedazo de cinta gris, estaba el forense. Aquel hombre que se había encargado de revisar el cuerpo del difunto Paul para dar el último veredicto del accidente. Ese hombre, cuyo nombre era Stephen Collins, se movía de un lado a otro, implorando piedad ante su secuestrador, Silver.

―Mi querido Steph ―dijo Maxwell al ponerse frente a él —. Pero Silver, ¿por qué tienes de esta manera a nuestro querido invitado? No es cortés amarrar a uno de mis más leales trabajadores... ―y dicho esto le arrancó la cinta de la boca. Stephen soltó un resoplido y miró a Maxwell. —¡Oh! Así está mejor...

A day in the life (The Beatles)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora