Capítulo *2*

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Sin color..

El comienzo de un día algo agotador, estoy agotado por no cenar bien. Intento que el sueño no se apodere de mi, sacudo con fuerza mi cabeza y estiro las manos en diferentes direcciones, me siento en la orilla de mi cama, y un dolor ataca mi brazo. Al despertar por completo, con pasos no tan apresurados intento hacer mi desayuno, y en pocos segundos el dolor se esfuma, una molestia por dormir mal, vuelvo a mi cuarto y elijo mi uniforme. La mayoría de cosas ya están acomodadas, desde mi ropa hasta mis lapiceros, termino, agarro mi mochila y voy al cuarto de mi padre, hago un ruido tocando su ropero.

—¿Qué? —Me pregunta con una voz cansada y de esa en la que parecería estar borracho.

—Creo que ya sabes a lo que vengo. —Le respondo con una voz despreocupada, por lo general me lo da antes de dormir. —¿Donde esta el dinero?

—En la gaveta. —Me responde con una voz más de él, y las tres palabras hacen un eco en el cuarto, por lo general olvido el dinero o simplemente no desayuno en la secundaria.

Camino con cuidado de no tropezar con una silla. Busco mi bicicleta entre la oscuridad, al encontrarla, la saco de mi casa y me pongo los audífonos, trato de luchar contra los cables enredados. Los cielos negros con unas cuantas chispas de luz a lo lejos. Observo el camino que con dificultad se deja ver. El pie derecho le da comienzo a mi viaje, de la forma más monótona, y la densa oscuridad no me deja mirar más de unos cuantos metros, la música no me deja escuchar ruidos, y posiblemente alguien me golpee o me atropelle y yo sin darme cuenta de ello. Sería lo mejor. Recorro un tramo, donde mi presencia es muy notoria, la música taladra en mi mente, más se encaja en algunos pensamientos, de esos que son inservibles. Miro el paisaje, y con una tonada me tiembla el cuerpo y mis bellos se levantan, la piel no se detiene, y se me pone como piel de gallina. Al ir rápido los baches hacen que rebote en muchas ocasiones, a medio camino el sol sale por una esquina, su color es un rojo fuerte y las nubes cambian de color, grises que cambian a rojas para que se vuelvan blancas, una trasformación loca, sacada de la realidad. Antes hubiera salido rápido sin pensar en nadie ni nada solo con las ganas de destruir a todo y a todos, derrocar ha cada uno de mis compañeros, no tener piedad y ser un tornado de energía negativa. Me alegro de este cambio, ya no soy tan destructivo.

Posiblemente deje muchas cosas atrás, pero la soledad aún me persigue y de la mano caminamos por grandes valles de tinieblas. Las cosas siempre cambian, los lugares se transforman, las personas se van, los días terminan. Entre pensamientos el camino se acorta. El frío de las mañanas de agosto, con los labios morados, las manos pálidas y el pecho congelado, así me siento, talvez sea hipotermia talvez eso o algo parecido, o puedo estar muerto. Las mañanas serán algo frías pero las tardes son muy calurosas. Me sorprendo al ver que solo faltan unos metros para poder llegar. El suelo de esa casa, que no diferencia en nada con otros, pero el dueño deja que deje mi bicicleta y por eso le doy las gracias. Llego, hago lo mimos con mi bicicleta, me bajo y la aparco en un árbol. Salgo de ese lugar con mi mochila, siento que me lleva para atrás, como cuerdas que me jalan, no podía mirar firme y mucho menos hacia arriba, me conformo con el sucio pavimento.

Dando pasos fuertes para no caer. Siento las miradas, una y otra ves, si los deseos se hicieran realidad, me gustaría poder jamás escuchar esas voces, pero esas cosas nunca suceden. El camino sólo tiene veinte metros, pero con todo eso se me hacen kilómetros, escucho risas y como un montón de ojos nuevos, veo todo, quienes se ríen y quienes me juzgan. El temor pasa cuando mis pies ya están en la puerta principal. Un árbol grande intentando tapar al sol, lo miro y aún así no lo consigue. Empiezo a mirar más gente, detrás y al frente, al quitarme los audífonos, las risas incesantes, la mayor parte son burlas, se ríen de mi, a mis espaldas, aún no encuentro la gracia. Llego al salón, solo un compañero me saluda, me siento  esperando que toquen en cualquier momento, sin un aviso la chicharra suena.

Los profesores van y vienen, dando clases a cada tiempo, en cada hora, siempre poniendo atención. Ya eran las nueve con veintinueve y todos se alistan con ganas de salir corriendo, por un poco de almuerzo, tocan y todos salen, pero que es de mi, nada, solo la espera de nada. Salgo caminado después de unos minutos, con mis audífonos blancos, esos tontos pedazos de plástico que tanto amo. Paso por la cancha y llego hasta un arroyo. Tiene un puente, nada maravilloso, solo concreto, voy y me siento esperando el delirio del universo. Pongo un pie sobre el agua que pasa por debajo. La luz que pasa por entre los bordillos que dejan las hojas de los árboles, pequeños huecos de sol que tocan y achican la pupila de mi ojo. Solo estoy buscando los pequeños y significativos momentos, no hay nada mejor que hacer. Es triste pero enseña, el estar sólo me enseñó ha apreciar cada cosa, pero a la ves me deja con ansiedad y temor. ¿Soledad? aún me lo pregunto. La cara se pone pálida con algunas ganas de llorar.

—Este es el precio a pagar. —Succiono toda alegría posible.

El sonido del viento silbante rosa mis ojos haciéndome derramar una gota. La tristeza mata a mucho, yo estoy en la fila de muertos, hace tanto que soy un cadáver que aún vive. Tomo una gota de agua con el dedo mientras intento secar una de mi cara. El sonar de la chicharra es oportuno, estiro una mano y muevo mis piernas para poder salir de ahí. Al estar parado se siente el regreso a mi salón muy corto, llego con una cara pálida, voy directo a mi asiento, pongo las manos en mi cara algo agobiado de estos pocos días. No es solo por estos días, más bien por mi vida, así siempre he sido, siempre he pagado el dolor.

Las materias pasaron, estuve afirmando cosas y preguntando. Algunos momentos en los cuales deje de pensar en ello, por eso no odio al estudio del todo.

La hora de salir esta muy próxima, miro mi celular sin preocupación, son la una con veinte. Salgo despacio, miro por los alrededores esperando algo que ni yo se que es. Todas las personas por el mismo camino, pero yo soy el único con audífonos, no congenio con todas estas personas. La soledad se hace presente en el horrible camino de salida. Una lenta manera de morir que se a practicado desde la primaria, desde siempre. El camino se hizo más grande, siento las burlas pegadas en mis orejas intentando romper mis audífonos. Paso tras paso con temor de el suelo, es largo y duro el pensamiento, pero puedo observar a todos, como si tuviera ojos en todo mi cuerpo.

Llego con el corazón en mano a la casa blanca, agarro mi bicicleta y me pongo ha pedalear. El viento toca mi cara. Entre ráfaga y ráfaga siento que no hay color. Los árboles que deberían ser verdes se convierten en grises, el sol es blanco, el cielo negro. Gris, negro y blanco.

—He perdido el color. —Sin duda acabo de perder todo aquello que no me dejaba morir. —Entonces puedo seguir vivo, después de perderlo todo…

El chico de los Audífonos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora