Prólogo

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-Existen muchos tratamientos que están disponibles para... -La voz de Ada se filtró en la densa niebla que se formó en su cabeza a lo largo del día -lo cual la había mantenido en un estado casi catatónico y la había empujado a hacer algo tan estúpido como visitarla- trayéndola de regreso a tierra firme.

Había sido una semana infernal.

Negó con la cabeza. -Ambas sabemos que no solucionará nada, no voy a terminar mis días en una cama de hospital, llena de tubos, vías y agujas como mamá. -Ada se estremeció y desvió la mirada.

-Pero Meg...

-Dije que no, además no vas a permanecer a mi lado para verlo. Si no te quedaste junto a nuestra madre, no puedo esperar nada de ti... Simplemente quiero pasar el tiempo que me quede en casa. -Ella cerró sus labios en una fina línea pareciendo un poco culpable, pero nada arrepentida. -Quizás escriba un libro... o salga a los sitios a los que no pude salir por culpa del trabajo.

Ada asintió y sus rizos negros rebotaron. Pese a que soltó una lágrima su perfecto maquillaje no se había corrido ni una pizca. Un poco de pesar cubría sus facciones, pero nada permanente. Su hermana nunca amó a nadie como se quería a sí misma, así que, aunque fuera a morir dentro de poco para ella apenas sería una leve molestia tener que vestir de negro el periodo apropiado.

No tenía intenciones de perder el tiempo -su precioso tiempo- con esta muñeca de porcelana china con el cerebro vacío, así que apuró las despedidas, el drama momentáneo y fingido y salió de su departamento rumbo a las oficinas donde trabajaba. Dejó su carta de renuncia, explicando su situación, recibió su generosa liquidación -junto con una buena dosis de miradas de lástima- y se fue a casa.

No a ése vacío y frío departamento en la ciudad que a duras penas usaba como dormitorio. Meg quería volver allí. A su verdadero hogar.

Cassia.

Manejó durante seis largas y agotadoras horas, importándole bien poco que comenzara a anochecer.

Los últimos vestigios de naranja pintaban el cielo cuando atravesó el desgastado camino de grava que la llevaría a la vieja casa familiar. Cassia era una antigua plantación primero de añil y luego de algodón, desde los tiempos de la colonia. Había pertenecido a influyentes nobles ingleses que -gracias a su sensatez- se unieron al lado ganador de la guerra. Manteniendo así, su estatus de terratenientes acomodados pese al cambio de gobierno. Luego, de nuevo, sus antepasados demostraron una vez más sus sabias dotes reflexivas al oponerse a la esclavitud que -nuevamente- fue el bando ganador. Hubo un par de momentos movidos, también. Sobre todo, en la gran prohibición, cuando sus bisabuelos tenían una destilería de licor clandestino escondida en la hacienda de la que aún -si se ponía empeño- se encontrarían vestigios.

Claro que la "buena estrella" de su familia no se debía únicamente a las casualidades... Ni siquiera el construir esta hacienda en este sitio, en primer lugar, era obra de una casualidad.

El terreno vibraba con magia.

Magia oscura.

Pero para Meg, la magia era como leche materna.

Después de todo... cada mujer de la familia -excepto la Barbie estúpida de Ada- había nacido con la capacidad espiritual para convertirse en brujas. Algunas lo hacían, otras no... pero todas tenían un grado de magia en ellas.

Que Meg hubiera decidido ignorarlo durante décadas no significaba que ésta se hubiese eliminado de su sistema. Era su segunda naturaleza, después de todo.

Claro, tampoco era tan mema. -Pensó para sí misma mientras descargaba las maletas en automático, apenas siendo consciente de su entorno. -Ella sabía que no existía una magia lo suficientemente poderosa en el universo capaz de curar su enfermedad.

El mundo simplemente no funcionaba así.

Pero había muchas otras cosas que la magia podía hacer.

Y por eso estaba allí.

Subió las escaleras con los paquetes cubriéndole parte del rostro, apilados precariamente unos sobre los otros. Caminó hasta el final del pasillo de la izquierda y tanteo en la oscuridad el pomo de la misma.

Cuando entró en su antigua -y polvorienta- habitación, lanzó sin miramientos los paquetes a un lado, dio cuatro pasos hacia adelante y se acostó en su cama.

El colchón estaba lleno de polvo, las cortinas echas jirones dejaban filtrar la brillante luz de la luna.

Fue en ese viejo lugar donde su alma herida buscó el consuelo de la energía de la rica tierra bañada de magia. Se abrazó a ella.

Allí se dio el lujo de hacer algo que a lo largo de esa terrible semana... no había podido -ni querido- hacer.

Llorar.

Y lo hizo hasta que no le quedaron más lágrimas que derramar.

Mañana... mañana todo sería diferente.

Ella sería diferente.

Más feliz.

Meg iba a gozar cada segundo de su estrecho tiempo vital y enfocarlo en ser total y completamente feliz.

Pero para lograrlo iba a necesitar conocerlo por fin... a él.

Una suave sonrisa se quedó en sus labios antes de caer en el dulce arrullo del sueño.


Eternamente TuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora