Desastres y luz de luna

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30 de octubre de 1997, La Resistencia, Hampshire

Cassandra estaba enamorada.

Enamorada y deprimida.

Muy enamorada y muy deprimida.

Y a esa hora de la noche, o de la casi-mañana dependiendo de cómo se viera, el cielo azul-claro y el frío complementaban de forma hermosa su estado de ánimo y su posición actual. Sentada de espaldas a un grueso tronco, la cabeza apoyada atrás, los ojos fijos en las estrellas en lo alto del cielo, que lentamente comenzaban a desaparecer con la llegada de la luz del día.

Si hace un año le hubiesen dicho que estaría luego sufriendo por el amor de un hombre, Cassandra se habría reído a lo largo de por lo menos dos horas. y quizá hasta se habría hecho pipí de la risa. ¿Ella? ¿Sufriendo? Claro que sí. 

Pero, ¿por un hombre? Pffff.

Después de tres horas dando vueltas entre las sábanas sin poder formular ni la mitad de la paz mental necesaria para dormir, Cassandra había decidido que mejor era dejar de intentarlo y salir de la cama y de la Casa de una vez por todas. Estaba demasiado nerviosa, de todas formas.

O quizá era que llevaba demasiadas noches durmiendo junto a Sirius y su ausencia a su lado le había pegado muy duro. Mucho más duro de lo que pudo haber imaginado, al parecer.

Suspirando, Cassandra alejó la vista de las estrellas para mirar, bajo la escasa luz matutina, el brillo suave de la pequeña estrella en su mano, la fina cadena enredada entre sus dedos.

Nunca le habían regalado algo que quisiera tanto como aquella joya. Y no que Cassandra fuera una mujer de gustos lujosos de ese tipo, pero viniendo de Sirius, aquella pequeña estrella se había transformado en mucho más que un simple colgante. Significaba pertenencia. Significaba que, pese a todo, alguien la amaba. A ella, por Morgana. A ella.

Significaba una promesa.

Aquel día, el de su cumpleaños, Cassandra había insistido en que la llevara en brazos hasta la casa, acusando que ahora que era "su mujer" debía tratarla como tal. Entre risas, Sirius la había complacido y la había llevado en sus brazos hasta la misma cama que compartían en el segundo piso de la Casa, ambos ignorando las miradas de "¿qué mierda?" que le lanzaban todos a su paso. Se había quedado dormida sosteniendo su colgante de estrella, su espalda pegada al pecho de Sirius, sintiéndose malditamente afortunada.

Maldición, como lo extrañaba. Pero la verdad era que tampoco quería verlo. No aún, por lo menos. Lo extrañaba, pero aún se sentía herida. Maldito fuera.

Volviendo la vista a las estrellas, cada vez más tenues sobre su cabeza, Cassandra volvió a repasar por cuadragésima quinta vez lo sucedido, intentando mantenerse firme en su idea de que, desde su parte, no había nada de lo que arrepentirse. Ni por lo que disculparse, ya que estaban con cosas.

Seis días atrás, habían seguido una pista que River había dejado caer sobre ellos en la última transmisión de Potterwatch y habían visitado la tranquila y clásica vecindad de Wickford, al este de Londres. Berry, o Audrey,  había comentado a River que La Oficina del Uso Incorrecto de Magia había recibido informes de magos menores de edad usando sus varitas y faltas al Estatuto Internacional del Secreto Mágico en los alrededores de Wickford y que ninguno de estos informes estaba llegando realmente al destino que debía. Eso les hacía pensar que quienes incurrían en estas faltas eran, además, parte de las listas de magos y brujas buscados por el Ministerio para ser interrogados. Y, encima de todo, menores de edad.

Les había ido bien, la verdad. Habían hecho guardia todo un día y, a media tarde, habían logrado identificar a una joven bruja comprando leche y pagando, accidentalmente, con un galeón, antes de corregirse y pasarle a la dependienta del mini-súper dinero muggle.

Ovejas NegrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora