La oportunidad

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Disclaimer: Si leen algo y les parece familiar, no es mío (y).

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27 de julio de 1997 – Mansión Lestrange

–¡Oh, vamos! –gritó Cassandra, desparramándose en la silla en la que estaba sentada, lanzando el tenedor sobre la pequeña mesa. Se encontraba en la sección "comedor" de su gran habitación.

–Así no se puede, me rindo. –Llevaba aproximadamente una hora intentando tragar su almuerzo y cada vez que intentaba llevar algo de comida a la boca, un grito desgarrador la interrumpía. Su gata negra la miraba desde el piso, su peluda cara arrugada en lo que parecía una mueca de desaprobación. –No me mires así, Mina. Ya sé que me crees insensible, pero vamos, me esforcé en cocinar esto y ahora perdí el apetito. –Mina soltó un bufido.

Cassandra no se consideraba insensible al dolor de la gente, era sólo que tantos años de lo mismo hacían que cada vez fuera más difícil el reaccionar como una persona "normal". Alejarse del dolor de la gente le ahorraba dolores a ella. Como un mecanismo de defensa.

La casa de su madre llevaba ya varios meses siendo el Cuartel Oficial de Tarados Encapuchados, y en esos meses había bajado en varias ocasiones a ver si podía ayudar a los dueños de los gritos que la despertaban durante las noches. Había llevado agua a algunos de los prisioneros, otras veces sólo iba y les tomaba la mano para darles algún consuelo. Un consuelo muy pobre, porque sin importar lo que hiciera, no podía salvarlos. Era un dolor que había aprendido a evitar con el paso del tiempo y ya casi no salía de su habitación.

Pensándolo bien, en los últimos cuatro o cinco meses no había salido de su habitación más de tres veces. Iba a quedarse mirando la puerta de su habitación por dentro, hasta que cumpliera cuarenta. Sola por el resto de sus días y probablemente con sobrepeso, con la falta de ejercicio cardiovascular. Sola, solterona y con sobrepeso. Como su madre. Y Mina moriría solterona también, por su culpa.

–¿Sabes qué, Mina? Tienes razón, me estoy comportando como una idiota. Ya no tengo doce años, tengo diecinueve y estoy encerrada en mi habitación. Es una idiotez. Iré a averiguar qué pasa y luego pasaremos los próximos tres días planificando nuestras vidas, más allá de cocinar pescado y hacer crucigramas. Nos vemos.

Dicho eso, Cassandra se levantó de un salto, tomo su varita, la guardó en el bolsillo trasero de sus pantalones y se dirigió hacia la puerta, rápidamente, antes de que perdiera el valor. El pasillo estaba desierto.

Su casa era bonita. Bonita y con clase, no se podía negar. Los colores eran claros y suaves y combinaban tan bien entre ellos que daba gusto caminar por los pasillos, pero sólo para mirarlo, pues en sí la mansión no era muy acogedora. Hermosa sí, pero no acogedora. Los muebles eran antiguos, pero estaban en excelentes condiciones. La teoría de Cassandra era que los elfos domésticos tenían tanto miedo a morir asesinados por la loca de Ama que tenían, que trabajaban al 200%. Todo limpio y perfecto, como lo que uno esperaría encontrar en un castillo, no en el hogar del Sindicato de Mortífagos Unidos de Gran Bretaña. Claramente la pulcra alfombra y las gruesas cortinas con finos detalles dorados no combinaban mucho con los gritos desgarradores y las capuchas negras.

Caminó por el pasillo hacia la escalera, la gruesa alfombra roja amortiguando sus pasos. Su habitación se encontraba al final del pasillo, por lo que el espacio entre ésta y la escalera, era extenso. Caminaba tranquila, pues en ese pasillo en particular, sólo dormía ella. Sus hermanos, Cézar y Rufus, dormían en un pasillo paralelo al de ella. Lo suficientemente lejos para que Cassandra pudiese dormir tranquila.

La relación que tenía con sus hermanos distaba mucho de ser "saludable". Ambos eran gemelos y compartían el gusto por muchas cosas, por prácticamente todo. Y, para desgracia de Cassandra, también compartían el gusto de usar maldiciones en ella. Aunque, en general, ni siquiera recordaban que tenían una hermana pequeña, así que mientras se mantuviese fuera de su vista, podía ahorrarse el mal rato, los gritos y una que otra cicatriz nueva.

Ahora, la habitación de su madre se encontraba en el pasillo siguiente al de sus hermanos, lo que era una bendición, porque la vieja bruja la odiaba con todo el alma. Si parecía que le daban hasta escalofríos con sólo ver la punta del pelo rojo-negro de Cassandra.

A Casandra ya no le molestaba mucho ese hecho. Podría haber llenado una pecera tamaño acuario con sólo las lágrimas que derramó cuando pequeña, sufriendo en silencio por la familia que tenía. Por la ausencia de un abrazo o de una sonrisa de su madre. Y por la falta del hermano mayor sobreprotector con el que soñaba. El que, se supone, se sentaría entre sus peluches, a tomar el té a la tarde en mini-tacitas plásticas, para que no jugara sola. El que, se supone, tenía que amenazar a sus pretendientes con partirles la cara si se metían con su hermanita pequeña.

Pero ya no le molestaba. Hace tiempo se había resignado a que simplemente le tocó la familia que nadie quería. Que cuando hubo repartición de familias, le tocó el palito más corto.

Tampoco corría mucho riesgo de cruzarse con alguno de sus nuevos inquilinos encapuchados. En general, sólo iban y venían y se mantenían en el primer piso y en el sótano, donde claramente estaba el Cuartel General. El sótano contaba con dos habitaciones, además de las celdas. La primera, donde se juntaban todos los Voldemort-lovers a discutir sobre asuntos importantes. Como qué maldición sería más malvada usar la próxima vez, con qué suavizante lavar sus capuchas y qué desodorante usar para que dichas capuchas no se mancharan bajo los brazos. No es que Cassandra haya asistido a alguna de esas reuniones, pero eran los tópicos de conversación más lógicos y probables.

Ahora, la segunda habitación, mucho más grande y seria, era donde se tomaban las decisiones importantes. Donde Voldemort hacía su aparición y se reunía con los altos rangos de su ejército. El sólo pensar en estar presente en esa sala durante esas reuniones hacía que Cassandra quisiera correr en la dirección contraria.

Pronto, Cassandra se encontró casi al final de su pasillo. Todos los pasillos desembocaban en una gran sala, con una gran escalera en el centro que unía el primer y segundo piso. El lugar estaba igual de pulcra y hermosamente decorado que el resto de la casa, con dos grandes macetas con frondosas plantas de interior enmarcando la entrada de cada uno de los pasillos. La escalera daba directamente a la puerta principal de la Mansión y la habitación que unía los pasillos del segundo piso tenía grandes ventanales que daban hacia el frontis. Ventanales que no sólo iluminaban de manera limpia el espacio, sino que además ofrecían una vista privilegiada de todo quien ingresaba a la Mansión.

Estaba a tres pasos de salir a la sala de la escalera cuando escuchó voces. Voces que la hicieron reaccionar como pocas veces reaccionaba. Porque no eran voces cualquieras, eran las de sus hermanos. En menos de dos segundos, ya estaba agachada entre la gran maceta al final/comienzo del pasillo y una mesita, intentando de hacerse pequeña. Más pequeña de lo que ya era. En el segundo siguiente ya había utilizado un encantamiento desilusionador en ella, maldiciendo en silencio su mala suerte.

–…pero al parecer es él. Madre lleva toda la mañana dando vueltas, nerviosa. –Rufus le decía a su gemelo. Estaban acercándose a los ventanales, para mirar hacia el frente de la Mansión. Eran idénticos, lo habían sido siempre, pero sus voces los distinguían. Rufus tenía un tono de voz un poco más bajo y ronco que Cézar. Era muy, muy leve, pero 19 años viviendo con ellos hacía posible que Cassandra pudiese notarlo fácilmente.

–¿Ya le avisaron al Señor Tenebroso? –La voz de Cézar tembló levemente al terminar la pregunta. Lo seguían y adoraban, pero le temían también.

–No, aún no. Había siete de ellos, todos idénticos. Anoche, cada uno escapó en una dirección distinta. No hay forma de estar seguros, supongo habrá que esperar a que pase el efecto de la poción Multijugos. Madre dice que no quiere una falsa alarma. No quiere provocarle una desilusión al Señor Tenebroso. Hasta ahora sólo tú, yo, madre, Crane y Turner lo saben.

Cassandra no entendía muy bien de qué hablaban, pero era algo grande. Con el tiempo no sólo había logrado identificar la diferencia de tonos entre las voces de sus hermanos, sino también cuando sus discursos eran serios o no. Sus voces en ese momento eran tensas y cercanas a susurros. Y miraban nerviosamente hacia afuera. Pero probablemente se referían a quien llevaba horas gritando desde el sótano.

–Esta es nuestra oportunidad, la oportunidad, lo sabes ¿no? –decía Cézar –Si realmente es él, si realmente lo es…

La emoción en su voz era evidente. Nervioso, pero emocionado.

–Claro que lo sé, no todos los días tienes en tu poder al niño que vivió. –respondió Rufus, una sonrisa macabra en la cara.

 Cassandra pudo pensar sólo en una cosa: MIERDA.

Ovejas NegrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora