Bajo el ritmo cadencioso de las respiraciones entrecortadas que marcaba el ambiente viciado de la sala metalizada, ocho seres encorvados sobre una mesa de madera oscura, encerrados en jaulas acristaladas individuales, esperaban sumidos en una convulsa inconsciencia el humo negro.
El mismo humo que empañó los cristales, aspirado por los prisioneros, quienes comenzaron a retorcerse y a encogerse aún más sobre sí mismos. Las toses apenas aliviaban el agobio que sentían y ya no les quedaban más lágrimas que derramar.
Entre gemidos de dolor, sus manos grisáceas se crisparon sobre las mesas, donde solo algo de pureza destacaba sobre la oscuridad. Un papel, un lápiz. Los dedos se aferraron a este último y temblando, rasgaron la pureza de la hoja con palabras incomprensibles. Escribieron hasta que el humo se extinguió, hasta que alcanzaron un poco más el abismo de la desesperación, hasta que sus almas se secaron un hálito más.
Cayeron los lápices ensangrentados al suelo otra noche, las heridas se habían abierto en las manos de nuevo. A la vez que Ellos morían, otros nacían.
Desvanecidos, aquellas sombras ennegrecidas caían al suelo de la jaula. Más tarde, personas enmascaradas entraban en ellas para recoger las hojas y colocarlas en el centro de la sala. En ella, se encontraba una plataforma rectangular con un lector brillante de un suave color azul, que hizo desaparecer las hojas, transportándolas hacia una sonrisa de dientes blancos y labios arrugados.
Sonrisa truncada al leer lo que aquellos papeles contaban con nombres concretos, conocidos.
Y es que el rostro que se ocultaba tras la sonrisa no sabía que los Prisioneros habían abierto sus ojos entrecerrados en el mismo momento en que el humo negro llenaba sus pulmones. Habían atisbado algo de esperanza más allá de sus jaulas, cuando unos chicos cruzaron el umbral de una cueva.
Desgarró aquellas hojas. Presa de una furia incontenible.