La tierra retumbaba bajo las pisadas de los monstruos, pero aquello no amainó el valor de los salvadores que saltaban sobre raíces y rocas. Ajahar rodeaba a Zira cual centinela, con los ojos fijos en el horizonte entre los troncos, atenta a cualquier movimiento.
Ariadna, Gabriel e Iat llegaron, los dos primeros jadeantes, el último con el ceño fruncido y los puños crispados por la tensión.
-¡Zira! ¿Qué ha pasado?- exclamó Ariadna, colocándose a su lado.
-El tobillo, no puedo moverme...
El genio repitió la misma operación que había realizado con Yumi, la tomó en brazos y salió disparado, con la intención de regresar junto a Vaint. Sin embargo, no avanzó demasiado.
Rodeados de sombras gigantescas, ennegreciendo el claro donde se encontraba el pintoresco grupo, se quedaron sin escapatoria. Iat retrocedió hacia el centro, apretando a Zira contra su pecho, protegiéndola.
Gabriel cogió a Ariadna de la mano y se colocaron junto al genio.
Ajahar dobló las patas para saltar sobre el enemigo, los colmillos centelleantes a la luz del alba.
-Rendíos y no sufriréis ningún daño- la voz del minotauro era oscuramente salvaje, casi de ultratumba. Su rostro estaba ajado por una cicatriz que cruzaba desde el ojo derecho al labio superior, afeándolo aún más.
-¡Ni de broma! ¿Quién os envía?- exigió saber Gabriel, pretendiendo mantener una voz firme.
-Un antiguo amigo vuestro que estará encantado de veros de nuevo. En especial a ti, querido Gabriel, parece que te profesa un gran afecto...- dijo el monstruo socarronamente. Provocando las risas en el círculo de salvajes.
El chico crispó las manos con furia y soltó la mano de Ariadna, dispuesto a encararse al minotauro. Inmediatamente, la chica lo retuvo, tranquilizándolo.
-Vaya, vaya...- prosiguió el de la cicatriz.- Así que el que come carne y pescado no pasa hambre...
Más risas.
-Bueno, ya basta de tonterías- dijo el genio, sin alzar la voz pero haciéndose oír sobre las carcajadas.- Se acabó.
La tigresa pasó por su lado en un elegante movimiento de felino, despreocupadamente, sin perder de vista a los monstruos. Iat dejó a Zira en su lomo y todo comenzó.
Ajahar se escabulló entre dos de aquellas moles humanas antes de que se dieran cuenta e Iat se acercó a los chicos, colocándose espalda contra espalda. El de la cicatriz gritó lo que parecieron ser órdenes en un idioma áspero y rocoso, ya que aquellos dos entre los que se había escapado la tigresa corrieron tras las fugitivas.
El resto, se acercaron a pasos agigantados mazo en mano. Iat buscó una salida, pero estaban rodeados. Los cuernos se cernían sobre ellos, amenazantes.
Ariadna miró a Gabriel, quien se debatía entre la rabia, el miedo y la impotencia. Entonces, la bolita del cuello comenzó a relucir y se elevó entre los dos. La tenue luz se reflejó en los grandes ojos de Ariadna, y por un momento, Gabriel se encontró lejos del peligro que amenazaba sus vidas, sumido en el éxtasis de aquella mirada.
El objeto se dividió en dos mitades y cada una de ellas se dirigió a las muñecas, donde comenzaron a quemar en un dolor sordo que impulsó a Ariadna hacia el suelo. Ante la situación, las risas de los minotauros se elevaron de nuevo:
-¡Las humanas solo sirven para una cosa, y parece que nuestra amiga ya se ha resignado a su destino!- exclamó el monstruo de rostro herido, llevándose la mano al taparrabos que cubría sus partes más íntimas, para enfatizar el insulto.
Gabriel cerró sus manos en puños, consumido por la rabia, e intentó acercarse al minotauro, pero Ariadna lo retuvo desde el suelo, donde respiraba profundamente. Una fuerza que iba más allá de la compresión crecía en su mente y corazón, extendiéndose por su cuerpo, amenazando con salir.
Y la amenaza se cumplió.
Ariadna impactó sus puños contra el suelo, con las gemas en las muñecas brillando violentamente, al igual que el resto de su anatomía. La onda expansiva hizo caer a los monstruos en los matorrales que rodeaban el claro. Gabriel se precipitó sobre Iat, quien levitó unos metros ante aquella ola de poder.
La chica se levantó del suelo lentamente, la mirada le ardía y desprendía la majestuosidad de una diosa guerrera. A pesar de que aquella visión hubiera atemorizado a cualquiera, los monstruos gruñeron, contrariados por el golpe y arremetieron. Ella les esperó pacientemente en el centro del claro, esquivó el primer puñetazo y respondió con un gancho limpio dirigido hacia la mandíbula que dejó al monstruo tendido en el suelo, inconsciente.
-¡¿Cómo mierda ha hecho eso?!- gritó Gabriel. Era imposible que una persona con la complexión de Ariadna pudiera haber noqueado a esa mole humana.- ¿Y ESO?
La chica parecía imparable, esquivaba las grandes manos de los monstruos y jugaba con la ventaja de la gran flexibilidad y velocidad que ellos no tenían. En su interior, Ariadna no sentía nada más que la irrefrenable necesidad de proteger a sus amigos, de darles la oportunidad de escapar. Caballos desbocados corrían por sus venas, siempre había sido hábil, aventurera, nada le había dado miedo jamás. Aquella vez no iba a ser diferente.
A pesar de ello, Ariadna no contaba con la retorcida mente de aquellos seres, quienes al ver que no tenían oportunidad en el combate cuerpo a cuerpo con aquella fiera, optaron por la amenaza.
Gabriel e Iat, sorprendidos por la destreza y fuerza de Ariadna, no notaron la presencia de los dos enemigos que habían perseguido a Zira y Ajahar, y que finalmente habían conseguido atraparlas, puesto que uno de ellos traía a la chica atada y con la ropa ensangrentada.
Sin Ajahar.
Cuando escucharon los sollozos de Zira, Gabriel e Iat se giraron, para encontrarse con el enemigo, que los agarró por el cuello, asfixiándolos.
-¡Bruja! ¡Ríndete o tus esfuerzos serán en vano!- exclamó el que traía a Zira atada.
Ariadna forcejeaba entre dos monstruos cuando escuchó aquella amenaza y vio la nueva situación, dándose cuenta de que sería incapaz de eliminar a los enemigos restantes y salvar a sus amigos. Derrotada, empujó con rabia a los dos que intentaban vencerla y levantó las manos, en señal de rendición.
Las semiesferas de las muñecas repicaron contra la tierra seca.