Prólogo

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Cayden estiró las piernas y relajó la postura, consciente de que a esa hora no quedaba nadie en la oficina. Su padre tenía razón, como de costumbre. Él no lo había estado mirando de la manera correcta. No, no lo había hecho. Pero ahora, era distinto.

Cayden Sforza triunfaría ahí donde su hermana mayor, Giovanna, había fracasado. Oh, claro que sí. Giovanna había sido perfecta en todo, excepto en el desagradable asunto que había traído esa tarde a su padre al despacho. El matrimonio. Su elección de pareja había sido lamentable y había contrariado enormemente a Vincenzo Sforza.

A pesar de eso, a Cayden no le desagradaba Luke. En contra de lo que su padre pensaba, le parecía que Luke Adler era un hombre tenaz e inteligente, con visión. Esperaba que Giovanna hubiera visto eso y no solo una tontería de sentimentalismo romántico absurdo; esa no sería su hermana, acaso una decepcionante sombra de ella. Aún recordaba la pasión con la que defendió el cambio de lugar de uno de los proyectos que encabezaba en la corporación. Y lo hizo con impecable lógica y argumentos económicos sólidos, lo que había llevado a que tanto el directorio como su padre claudicaran a su favor, aunque su padre lo había hecho de muy mala gana.

Naturalmente, había pensado en Cayden para cumplir sus aspiraciones de afianzar a los Sforza como una de las familias de renombre y tradición en Italia. No que no lo fueran, sino que nada jamás era suficiente para Vincenzo Sforza. Una unión con una familia notable. De ser posible, no solo económicamente poderosa, además con un título nobiliario sería lo ideal.

Una herencia noble, qué ridiculez más grande. Estaban en pleno siglo XXI y le parecía irrisorio que a su padre le interesara emparentar con alguien por un papel heredado durante años o siglos, que no decía nada de quien lo ostentaba. Igual podía ser una persona competente o un total imbécil. Pero tenía título. En verdad, ridículo.

O no tanto. Ahora que lo analizaba fríamente, que las palabras de su padre calaban en él, notaba que tenía algo de razón. Los Sforza lo tenían todo y bien podrían ser parte de la nobleza italiana también. ¿Por qué no? De cierta forma, ya lo eran.

Sólo le quedaba una cosa por hacer y no le hacía la menor gracia. Necesitaba una lista de potenciales candidatas y un lugar para conocerlas. Lo lógico: un evento social. Y él detestaba esos acontecimientos sin sentido, donde no podía tratar lo único que le interesaba: negocios. Tendría que desplegar su encanto y afabilidad para convencer a la mujer en cuestión. Aunque, cabía la posibilidad de que fuera inteligente y entendiera la conveniencia de su unión. O, lo suficientemente tonta como para no tener que convencerla, sino atraparla y listo.

Nunca había pensado con detenimiento en el matrimonio, no era una opción ni tan siquiera remota en su vida. Y ahora lo había pensado por varias horas. Si es que alguna vez lo había considerado, seguramente no sería una de las jóvenes que conocería dentro de la selecta sociedad italiana.

Si hubiera podido decidir, sabía que la mujer ideal para él tendría que ser libre e independiente. Fría y capaz de reconocer cuando la necesitaba y cuando no. Competente para organizar cenas y para mantener una casa en orden. Y, claro, no se entrometería en sus asuntos, nunca. Se limitaría a hablar lo indispensable. Cada quien a su vida.

Era obvio por qué nunca había considerado el matrimonio. Una mujer así no existía. O si existían, él no iba a invertir tiempo en su búsqueda, porque para eso podía contratar una asistente.

Ahora era diferente, claro. Ahora le interesaba una esposa. Una italiana noble. Podía ser divertido.

***

Stella intentó concentrarse en el paisaje que había estado dibujando pero de pronto lo perdió de vista en algún rincón de su memoria. Suspiró y dejó el lápiz de lado, considerando con seriedad la propuesta de asistir a la fiesta que ofrecía su prima Mía. Quizá sería una buena idea, aun cuando odiaba las fiestas.

Más que las fiestas, odiaba que le recordaran lo sola que se sentía. Tan sola... y tan absurdo sentirse de esa manera. Aquel conocido sentimiento de culpabilidad la embargó, pues continuaba pensando que le fallaba a su familia al sentir lo que sentía. Y quería evitarlo, ignorarlo y dejarlo atrás, pero no podía.

Y era absurdo porque nunca había estado sola. No en el estricto sentido de la palabra, al menos. Su padre o su madre o sus hermanos o sus primos o tíos o abuelos... siempre había tenido a alguien ahí, pero...

No lo sabía. De alguna manera, sus padres habían sido los más amorosos del mundo, pero...; sus hermanos habían sido los más cariñosos, mas...; sus abuelos la habían adorado, pero....

Siempre había un pero. No era consciente, sin embargo ahí estaba, colgando sobre su cabeza. Y sabía que la del problema era ella. Solo ella. Aunque claro, sus padres no habían hecho distinción entre sus hijos, era imposible ignorar el fuerte lazo que unía a su padre Ian Torrenti con su primera hija, Isabella; así como era difícil desconocer el poderoso vínculo que existía entre su madre Rose Ferraz y su hijo Oliver.

Así que era ella, la que no tenía un lazo especial con ninguno de ellos. Era injusto decir que sus padres lo habían hecho a propósito, probablemente ni siquiera sabían que ella se sentía de la manera en que lo hacía. Y el remordimiento regresaba.

Oliver, su hermano gemelo y futuro duque de Torrenti, era el que más la conocía. Lo adoraba, sin duda, lo adoraba. Isabella, su hermana mayor, se había casado recientemente con un noble inglés y también era una duquesa.

La única que no tenía ningún papel relevante era ella. Y no que quisiera ser duquesa o de la nobleza de ningún tipo. No, eso no estaba hecho para ella. Porque, como ya había pensado, odiaba las fiestas y las multitudes.

¿Qué le quedaba por hacer? Sus dos hermanos habían cubierto todas las expectativas de éxito familiar. No quedaba nada por hacer o decir que un Torrenti no hubiera hecho o dicho antes. Nada.

Estaba sola y presentía que nunca dejaría de sentirse así. ¿Había peor soledad que aquella en la que uno se encontraba rodeado de amor y cariño? No lo creía.

Su último pensamiento se dirigió a él. ¿Asistiría a la fiesta?

Inevitable (Sforza #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora