Capítulo 35

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Cayden repantigaba en la silla mientras los abogados que representaban a un nuevo socio estudiaban las cláusulas con detenimiento. Estaba lo acordado, él mismo se había encargado de supervisarlo. No tendrían quejas, o al menos eso suponía. Aquel trato estaba tomando más tiempo del esperado en cerrarse, considerando lo sencillo que era.

Un leve golpe en la puerta de la sala de juntas y a continuación entró su asistente. Arqueó una ceja con curiosidad, ya que él tenía una expresión extraña en su rostro. Apenada, atemorizada, bueno, solo extraña. Nada rutinaria y considerando los años que trabajaban juntos, era en verdad una expresión nueva.

–Disculpe, señor Sforza –se acercó hasta él– sé que ordenó que no hubiera interrupciones, pero...

–¿No puede esperar? –inquirió en voz baja, intentando no distraer más a la otra parte.

–No, no lo creo señor –contestó con tono vacilante. Cayden clavó sus ojos oscuros en él, esperando a que siguiera–. Es su esposa.

–¿Mi esposa? –preguntó incrédulo. ¿Qué tenía que ver Stella? ¿Estaba ahí? ¿Había llegado de Canadá?–. ¿Ha dicho que no puede esperar?

–No está aquí, señor –carraspeó e inspiró hondo–. Ha tenido un accidente.

–¿Cómo? –Cayden soltó estupefacto, con un filo de amenaza–. ¿Qué dijiste? ¿Quién lo dice?

–Han llamado de una clínica y...

Cayden se incorporó con rapidez. La silla cayó con un golpe seco que sobresaltó a los hombres que estaban reunidos con él. Su mente ya estaba lejos de ahí cuando farfulló una disculpa y recorrió a grandes zancadas la sala de juntas hacia la salida.

–Anótame el nombre y la dirección...

–Aquí la tiene –se adelantó su asistente. Cayden asintió, hizo un gesto hacia la sala de juntas para que se encargara y salió de la Corporación.

El trayecto se le antojó eterno. Su mente funcionaba atropelladamente, intentando sobreponer cientos de posibilidades a la vez. No sabía cómo había logrado manejar y llegar hasta la clínica. Porque, lo único que realmente se anteponía a todo, era un no. Un rotundo no. Stella no podía... no.

Se acercó hasta la recepción, preguntó por Stella y le indicaron el ala en la que se encontraba. Caminó impaciente, sintiendo una tensión desconocida apoderarse de él. Musitó algo que no recordaba haber pensado nunca antes.

Dios, no.

Y lo repitió frenéticamente hasta que se encontró en el lugar señalado. Miró a su alrededor. Stella estaba viva y, a juzgar por la sala, debía estar fuera de peligro. Esa unidad no era para heridos de gravedad.

–¿Cayden? –Stella llamó con voz débil. Se encontraba sentada en una cama, con varias magulladuras y una gasa que le cubría parte de la frente–. ¡Cayden!

–Ya estoy aquí –murmuró contra su cabello. En cuanto la había visto, Cayden se había adelantado hasta la cama para rodearla cuidadosamente con sus brazos. Aliviado y aterrado a la vez–. ¿Qué sucedió? ¿Cómo estás? ¡Stella!

–No pasa nada –su voz se quebró y él la sintió tragar con fuerza sus sollozos–. Cayden...

–Cariño, estoy aquí. Estás bien, estarás bien –Cayden carraspeó y la besó en la sien–. Pensé que... ¡Oh Dios! –soltó el aire contenido y se alejó para mirarla de nuevo– ¿qué sucedió?

–Fue un accidente. Yo... –sus ojos se llenaron de lágrimas–. Cayden, quiero saber cómo están mi hermano y su novia.

–¿Quién conducía? –preguntó Cayden con dureza. Stella negó lentamente– ¿quién?

–Oliver. Pero no ha sido su culpa –Stella escuchó su voz frágil–. Un auto nos embistió. Todo sucedió tan rápido. Cruzó cuando no debía...

No pudo continuar pues un profundo sollozo salió de sus labios. Se cubrió la boca con las manos, angustiada y avergonzada. Cayden le acarició el cabello alborotado con suavidad, palpando aliviado que no parecía existir ningún golpe evidente. La acercó hacia su hombro para que pudiera llorar libremente. Ella se apoyó en él y le empapó la camisa.

–Cayden...

–Calma, amor. Te prometo que todo estará bien. Traeré noticias de tu hermano. Hablaré con tus padres. Me encargaré de todo.

Stella asintió, incapaz de decir nada. Él la recostó con suavidad y pasó la mano por su cabello una vez más, sonriéndole con cariño. Ella cerró los ojos y soltó un suspiro.

Cayden se levantó sintiendo cierta reticencia a dejarla. Sin embargo, tenía varias cosas de las que encargarse. Avisarles a los padres de Stella era lo primero, después tendría que obtener información de Oliver.

Realizó todo con eficiencia y manteniendo la calma en todo momento. Ahora que sabía que Stella estaba fuera de cualquier peligro, él no podía más que sentirse aliviado y, en verdad, vivo de nuevo. Volvía a respirar.

La angustia de los duques de Torrenti fue evidente en cuanto llegaron a la clínica. Cayden les explicó la situación. Stella estaba bien, había tenido suerte de viajar en el asiento trasero y con el cinturón de seguridad puesto. No obstante, en cuanto a Oliver, se encontraba en un coma inducido hasta que los médicos lograran determinar el daño que había sufrido. No se atrevían a pronunciar un diagnóstico definitivo.

A Cayden le había costado obtener información respecto a Oliver, pero conocía a muchas personas por sus negocios. Ahora, tras contactar a los padres de Lucianna, novia de Oliver, debía hablar con Stella sobre su gemelo.

–Mi amor, Stella... –la sacudió levemente hasta que ella abrió los ojos– debo hablarte.

–¿Qué le pasa a Oliver? –preguntó con ansiedad.

–Les avisé a tus padres y ya están aquí. Vendrán en cualquier momento.

–Bien. ¿Y Oliver? –insistió Stella. Sus ojos verdes llenos de temor– ¿qué le pasó?

–Él... –Cayden se pasó una mano por el cabello castaño, despeinándolo. Cielos, esto era difícil. No quería romperle el corazón a su esposa y la conocía lo bastante para saber que eso era lo que sucedería. Amaba a su familia, adoraba a su gemelo– no está bien.

–¿No? –preguntó con un hilito de voz.

–No lo saben, aún –enmendó Cayden– debemos esperar para un diagnóstico.

–¿Hay algo más? –Stella se secó las mejillas. Él negó–. Confío en ti.

Cayden asintió. Stella se abrazó a él y él la estrechó soltando una vez más el aire contenido. Sabía que no estaba bien, que era terriblemente egoísta, pero estaba aliviado de que no fuera Stella quien estaba en la sala de terapia intensiva.

No quería perderla. Rayos, no la perdería de vista nunca más si con eso evitaba que ella volviera a sufrir daño alguno.

Lastimosamente, él era consciente de que ella sufriría de todas maneras si algo le sucedía a su hermano gemelo. Así que se separó al escuchar la llegada del padre de Stella, Ian. Los dejó a solas y se marchó a intentar averiguar qué podía hacer por su cuñado.

Era curioso cómo se había alejado de ella tanto como le fue posible desde aquella fatídica confesión que había hecho. Debía admitir que se sentía estúpido, incómodo y avergonzado cada vez que lo recordaba y aquello estaba manifiesto especialmente cuando Stella se encontraba frente a él, así que al inicio había decidido dejarla de lado. Sacarla de su vida.

Había creído que podría. Que lograría dominar el amor que sentía por ella, aquel sentimiento no bienvenido podría ser dominado y, en verdad, casi se había convencido de que lo había logrado... si no hubiera salido corriendo en el mismo instante en que supo que le había sucedido algo a ella.

Podría excusarse y decir que era una preocupación natural y humana, sin embargo él sabía que no era así. Aquella empatía universal y humanitaria no había sido un rasgo de su carácter nunca y no iba a engañarse a sí mismo diciendo que ahora sí que lo era.

No. Solo era Stella. Solo ella. Porque la amaba. Más que nunca. A pesar de no verla, de no estar cerca de ella, de evitarla. La seguía amando.

Inevitable (Sforza #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora